#InPerfecciones
Confía en tu capacidad de regresar a los sitios donde sufriste y contarte una historia diferente.
Karla Soledad / @kasoledad
k28soledad@gmail.com
Esta semana vi un post en Instagram de una cuenta que sigo y me encanta. Era un letrero con una frase que decía “Ve y ríe en los lugares en donde has llorado. Cambia la narrativa”.
Uno de los aspectos más dolorosos del proceso de duelo es perder lugares amados porque se transforman en recordatorios de nuestra pérdida. Nos recuerdan los errores que cometimos y lo que no pudimos evitar. Tan solo pensar en ellos nos dispara la añoranza de saber que algún día nos hicieron felices, y ya no somos capaces de pisarlos de nuevo. Odiamos odiarlos. Nos duele que nos duelan.
Se vuelve aún más difícil lidiar con ello cuando las personas alrededor de nosotros no lo entienden e incluso lo juzgan. Y es que ante ojos ajenos, pareciera ridículo que no podamos volver a poner pie en un sitio. Pareciera una exageración o un berrinche. Esa presión nos hace forzamos a regresar a lugares a los que no estamos listos para volver.
Pasé por esto hace tres años, después de la ruptura de mi última relación. El día que terminamos ha sido uno de los más largos de mi vida. No porque así lo sentí, sino porque así fue. Iniciamos la conversación en un Starbucks y a las tres horas nos movimos hacia su departamento. Sin un veredicto final, nos fuimos a mi coche y ahí platicamos un par de horas más hasta que llegamos a la decisión de nuestra separación.
Ese recorrido de solo un par de kilómetros marcó un territorio que no volví a pisar durante un año entero, como si aquella zona hubiera quedado maldita y embrujada. Durante todo el año siguiente evité esas calles y sus alrededores, lo cual me resultó difícil porque se trataba de mi colonia vecina. Además de eso, me juré nunca regresar a los sitios que visité con él, por lo que me perdí unas vacaciones con mi familia en San Miguel de Allende y un par de viajes con amigos a Guanajuato.
“Pero en algún momento tienes que superarlo, Dany” – me decían mis papás. “Pero no puedes detener tu vida por lo que te pasó, Karla”- me decían mis amigos. “Pero no puedo dejar que una ruptura me arruine tantos lugares” – me decía a mí misma. “Pero es completamente válido” – me dijo mi psicóloga. Y con eso, encontré paz.
La terapia fue una herramienta clave para navegar los meses posteriores a mi separación. Fue una decisión de amor propio y autocuidado que me ayudó a entender mis pensamientos, trabajar mis emociones y validar mi dolor. Efectivamente, no estaba lista para regresar a esos lugares. Evitarlos a consciencia me ayudó en mi proceso de recuperación mental y emocional. El único lugar al que debía volver, y el más difícil de todos… era hacia dentro de mí misma.
Al cabo de doce meses de terapia y de mucho trabajo interno, llegó la fecha temida: el aniversario de la ruptura. En las últimas semanas antes de ese día, había vagado por mi mente la idea de regresar a aquel sitio y hacer de nuevo el recorrido que se convirtió en mi vía crucis personal. No por torturarme, sino a manera de ritual de desapego. De alguna manera, sentía que hasta ese entonces nunca había tenido un cierre, y tal vez ese ritual de caminar aquellas calles de nuevo podría dármelo.
Lo hablé con ella y le confesé que a pesar de mi deseo de liberarme, tenía miedo de que mi plan resultara al revés y en lugar de ayudarme a soltar, revirtiera en mí sentimientos y pensamientos que creía enterrados.
“Karla, es posible que cuando camines esas calles otra vez esos sentimientos regresen. Es posible que vuelva la tristeza. Pero cuando estés ahí, recuerda el camino que ya recorriste, siéntete orgullosa de lo que has logrado, y recuerda que lo que te lastimó en el pasado, hoy ya no existe y no puede hacerte daño otra vez. El valor de los lugares que conocemos está en la historia que nos contamos a nosotros mismos acerca de ellos. Confía en tu capacidad de regresar a ese sitio y contarte una historia diferente, la de tu sanación”.
(El siguiente párrafo de esta columna fue escrito escuchando una playlist que acompañó el duelo de mi ruptura y mi proceso de reconstrucción, y que en aquel momento decidí nombrar “Para recordarme a mí misma”)
Por la tarde tomé mi coche y salí hacia la colonia Del Valle, donde viví en aquel tiempo. Me detuve en un puesto de flores y compré una gerbera color naranja, pues era el tipo de flor que él me regalaba, seguido y por sorpresa. Así, empecé mi ritual. Mi ceremonia de despedida. La celebración de mi liberación.
Empecé mi recorrido como lo empecé aquel 27 de noviembre, cuando me dirigía a ese Starbucks con la sospecha de que mi relación podía terminar aquella noche. Salí de la calle Capulín esquina con Pilares, y puse la misma canción que escuché ese día al subirme al coche. Llegué al parque de Pilares, me estacioné en el mismo sitio, y caminé hacia el mismo café. Sin entrar, me detuve de pie frente a la entrada. Después de un par de minutos, me despedí.. Seguí mi recorrido a pie, un par de calles hasta llegar al sitio innombrable: el edificio donde vivía él cuando rompimos.
Tal vez parte de las razones por las que me atreví a regresar ahí fue porque sabía que se había mudado. La noche que terminamos era la noche de su mudanza.
No pude pararme sobre la acera de su edificio, me quedé en la de enfrente. Me senté y estuve un rato mirando las paredes del edificio, color naranja como mi flor. “¿Y ahora qué?”, pensé. Creí que me llegaría un ataque de risa o de llanto en cualquier momento, pero no fue así. Lo que sí me sorprendió y llegó sin avisar fue un mar de recuerdos. De repente pasaban frente a mí las imágenes de nosotros dos llegando a aquel edificio, o despidiéndonos en la puerta, o tomando un uber, o saliendo hacia el trabajo después de haber dormido juntos. Y sonreí. Y suspiré. Y agradecí.
Esa misma noche un año atrás, él y yo nos bajamos del coche y entre llanto y tristeza nos abrazamos sobre la acera para despedirnos y nunca volver a vernos de nuevo.
Esa misma noche un año después, estaba lista para resignificar el lugar que algún día me marcó de dolor. Estaba lista para contarme una historia diferente, para cambiar la narrativa. Entonces crucé la calle y me paré sobre la acera de nuestro último abrazo. Tomé la gerbera color naranja, le di un beso, la dejé en el suelo, y me despedí de ella, de la calle, del edificio y de él, para siempre… y para bien.
Ilustración de Anna Guerrero