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Cuentan que, hace ya muchos años, un alumno especialmente inquisitivo le preguntó a su maestro qué era en realidad la fuerza de la gravedad
Xavi Villanueva Centro de Estudios Sophia
centrosophia.com.mx / editorial@inperfecto.com.mx
Sir Isaac Newton
Cuentan que, hace ya muchos años, un alumno especialmente inquisitivo le preguntó a su maestro qué era en realidad la fuerza de la gravedad. Se había devanado la mente para entenderlo pero, por mucho que lo intentaba, él no veía ningún hilo microscópico que estirara de las cosas en dirección al centro de la Tierra y nunca había oído hablar de ninguna cuerda extraña y misteriosa que mantuviera unidos los planetas al Sol. Incluso esa idea, le parecía ridícula…
El maestro era Isaac Newton, el sabio que en aquel convulso siglo XVII había deducido matemáticamente y de forma incuestionable de qué manera actuaba aquella fuerza en todos los cuerpos del universo conocido. Newton lo miró de soslayo, casi como si le perdonara la vida pero, en cierta manera azorado ante la única pregunta que era incapaz de responder a su alumno. Entonces sir Isaac le decía que no había que preocuparse demasiado por aquello y que, en cierto modo, la gravedad era la manifestación del poder y la gracia de Dios Padre en nuestro universo.
Dos siglos más tarde, allá por los comienzos del más convulso todavía siglo XX, un señor llamado Albert Einstein dio un espaldarazo fuera de lo común a la idea de Newton. Y lo hizo de una manera con la que es difícil no rendirse ante la evidencia del genio. Después de haber dejado boquiabierto a medio mundo con la confirmación de la existencia de los átomos a partir del movimiento browniano o deleitar a propios y extraños con las travesuras de un espacio tiempo que se alargaba y contraía según el punto de vista de observadores distintos que, además, podían ver sucesos simultáneos en diferentes momentos; mientras el tiempo dejaba de ser una medida absoluta del transcurrir de las cosas; solo después de todo esto, Einstein se puso a imaginar…
Imaginó que el espacio por donde todos nos movemos es una especie de suntuoso manto invisible y flexible que cualquiera podía deformar con su sola presencia: nosotros mismos, la Tierra y los planetas a lo largo de sus órbitas, el Sol en su posición en el centro del Sistema Solar o los agujeros negros en el núcleo de las grandes galaxias espirales en los rincones más alejados del cosmos. Contaba, por ejemplo, que el espacio donde se halla el Sistema Solar es una suerte de sábana negra y sin límites que al tener en su centro un cuerpo con tanta masa como el Sol, se deforma, transformándose en un pozo dentro del cual tienen tendencia a caer los planetas. Este deseo de caer, esta tendencia a dejarse llevar por la forma del espacio, decía Einstein, esto es la gravedad. Ello explicaba a su vez que los planetas más cercanos a la estrella giraran a mayor velocidad que los que se hallaban más lejos, ya que su giro debía compensar la mayor inclinación del espacio en las cercanías del Sol.
Asimismo, los planetas forman pozos, tanto más profundos conforme más masivos son. Por esa misma razón, todos nosotros y nuestros objetos cotidianos caemos hacia el centro de la Tierra y solo el suelo bajo nuestros pies evita un viaje tan extraño y terrible.
Así pues, viajar a través del espacio sería como hacer un recorrido donde nos encontraríamos baches y agujeros gravitatorios, en el fondo de los cuales estarían los astros celestes: el Sol, los planetas y, más allá, las estrellas, los agujeros negros y las galaxias…
Desde el futuro, el maestro Einstein le hablaba al alumno con una voz que transmitía la paz de sentirse iluminado por la profunda belleza del universo, escondida incluso en los recovecos más inusitados del paisaje nocturno.
Le decía: «…la materia le cuenta al espacio cómo se ha de deformar y el espacio le dice a la materia cómo se ha de mover…». Esas eran las razones y consecuencias de la gravedad que tan acertadamente había dilucidado su maestro Newton…
Por la misma razón, la luz de las estrellas seguiría los caminos dictados por la deformación del espacio, doblándose, caracoleándose y proyectando sombras de la realidad que no estaban allí donde se veían. Nuestros ojos estaban siendo engañados por una ilusión que se dibujaba en un escenario infinito…
Al poco tiempo de publicarse la teoría que encerraba estas y otras ideas sorprendentes sobre el universo, Eddington y otros osados científicos se fueron de viaje por el mundo y, aprovechando la oscuridad de un eclipse de sol, confirmaron aquella maravillosa locura conceptual que sería uno de los pilares que iban a poner fin a la intuición…, incertidumbres que no permitían la predicción, partículas virtuales que nacían y dejaban de existir en un parpadeo, juegos de azar cósmico que desafiaban todas las reglas y virutas de fantasmas encajadas en dimensiones tan pequeñas como una mota de nada…
La ciencia tan bien calibrada por el maestro Isaac, se paseaba ahora entre los pilares de un imperio de fantasmas.
El alumno del profesor Newton se hubiera quedado atónito ante estas ideas tan sobrecogedoras, se hallaría asombrado y perplejo ante la fuerza de su sencillez y elegancia pero a la vez tan alejadas de la intuición y la verdad que parecía emanar de sus pobres sentidos. Tal vez habría respirado profundamente, hubiera mirado hacia el futuro, encerrado en los ojos azules del maestro Albert y, no sin cierta emoción y reverencia, le hubiera dado las gracias por haber descargado de tanta responsabilidad a su dios omnipotente.
Entonces se dio cuenta de que quedaba mucho por hacer…