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¿Qué es ser mujer? ¿Cómo entendemos el concepto de madre? ¿Qué pasa con las mujeres profesionales que deciden ser amas de casa? ¿Cómo es la relación con el mundo masculino? ¿Cómo pesa la figura paterna?
Edgar Vargas / @_EdgarVargas_
edgar.vargas@inperfecto.com.mx
¿Qué es ser mujer? ¿Cómo entendemos el concepto de madre? ¿Qué pasa con las mujeres profesionales que deciden ser amas de casa? ¿Cómo es la relación con el mundo masculino? ¿Cómo pesa la figura paterna? Estas son interrogantes reiteradas en algunas de las mujeres contemporáneas.
El siguiente texto basado en testimonios trata de ayudar a dilucidar un poco estas cuestiones.
Pastel de lodo con hojitas de limonero
Fui hija única en mi familia. La verdad es que mis papás querían tener un niño, pero fue una gran desilusión para mi padre cuando se enteró que yo era niña. Mi papá es médico y siempre fue su sueño tener un varón para que continuara con el apellido y pudiera heredarle una gran bodega de medicinas que tanto trabajo le costó juntar. Todo estaba preparado para recibir al gran varón el día de mi nacimiento, pues antes no había manera de conocer el sexo del bebé.
Nací y crecí como toda mujer. Cada Navidad recibía juegos de té y pequeñas cocinitas que usaba para prepara pastelitos de lodo. Recuerdo que todo eso me divertía bastante porque hacía mis mezclas para crear las mejores tartas del universo. Hasta las decoraba con pétalos de rosas para mamá y con hojitas de limonero para papá. Siempre le llevaba una rebanada de pastel enlodado a mi papá, pero no le hacía mucho caso. Mi mamá era la que me abrazaba y me felicitaba. Pensó que, tal vez, sería una gran cocinera.
Mi papá no hizo mucho caso ante el hecho de que yo fuese mujer, porque siempre me decía que próximamente iba a tener un hermanito. El punto fue, que después de mí, mi mamá ya no pudo tener hijos. Una enfermedad hereditaria, de la que desconocíamos todos, hasta que, al punto de casi volverse loca, mi abuela se lo confesó a mi madre prácticamente en su lecho de muerte: infertilidad genética. Yo había sido de esos pocos milagros que ocurren de vez en cuando, por lo que mi madre me apreció y me quiso mucho más. Mi padre se volvió muy serio conmigo. Cada cumpleaños me daba un regalo, pero ni siquiera sonreía, parecía que lo hacía a la fuerza, por puro compromiso. La verdad es que me sentía culpable, muy culpable. La única oportunidad para tener a un hijo fui yo, y la vida le gastó una broma.
Sentía que no merecía estar ahí y daría todo lo que fuese por ser un niño. Muchas veces salía a jugar con ellos y me arrastraba por el suelo. Aprendí a ser ruda, a usar gorra y a decir groserías, hasta el punto en que los propios niños me tachaban de marimacha, pero no me importaba mucho, poco a poco me iba adentrando a su mundo masculino y me sentía orgullosa.
Fui creciendo y aunque hacía todo mi esfuerzo por ser lo más masculina que podía, la verdad es que me seguía gustando hacer pasteles. Ahora ya no eran de lodo. Busqué un recetario en el puesto de periódicos y comencé ahora a hacerlos de harina. Mi mamá me ayudaba mucho. Ella era la única que me veía como un milagro de la naturaleza. Las hojas que utilizaba en la infancia para decorar, esta vez también eran hojas, pero de azúcar. Me encantaba amasarlas y pintarlas de verde. Me inspiraba en unas rosas que mi madre tenía en el jardín. Me gustaban los diversos tonos rosáceos que daban alegría a ese edén lleno de eternos verdes. Toda esa armonía visual la llevaba hasta mis pasteles. Recuerdo que una vez le hice uno a mi papá. Se lo llevé a su cuarto el día de su cumpleaños, y me pidió que se lo dejará en su mesita de noche. Al día siguiente, ayudando a limpiar, me lo encontré en la misma mesa y en la misma posición. Ahí fue cuando entendí que no importaba cuánto me esforzara, mi padre nunca me iba a querer.
Llegó el momento en que tenía que escoger una carrera, y por vez primera, mi padre decidió intervenir en el proceso: serás médico, y no quiero discusiones. Ni mi madre ni yo le quisimos llevar la contraria, y así comenzó mi vida profesional. Aunque mi papá siempre me negó la entrada a su tan querida bodega, me dio las llaves, y me dijo que podía hacerme cargo de ella. Me sentí tan sorprendida de ese acto, que lo único que hice fue llorar, claro, a escondidas, porque a él no le gustaban las lágrimas, pero me hizo sentir apreciada por primera vez.
Ese acto de mi padre, el que yo pensé que era uno grande de amor, me dio la suficiente fuerza para entrar a estudiar medicina con toda la energía posible. Estudiaba día y noche como cualquier otro médico, y aunque el panorama no pintaba tan bien, porque había un cierto desdén hacia las mujeres que nos dedicábamos a la medicina, el hecho de sentirme querida me permitía luchar contra toda adversidad.
Decidí ser médica pediatra gracias a mis prácticas de pediatría en el hospital. Estar en contacto diario con los bebés y niños me parecía algo totalmente fabuloso. Creo que desde pequeña necesité de contacto físico, porque al sentir la piel de esos diminutos seres, me sentía completa y muy querida; lo único que me transmitían era mucha paz y amor. Traté con diversos niños con cáncer, y me parecía tan triste su situación, porque eran niños muy queridos por sus padres, pero la muerte siempre los estaba rondando. Veía la desesperación de los padres por no poder hacer nada ante fatídico destino. Yo los consolaba y trataba de darles ánimos cada día.
En este contexto de trabajo fue que conocí a un médico tan responsable y conectado al amor por los niños. Era un chico que también hizo la residencia conmigo. Nos turnábamos para traer comida y compartir, para cuidar de los niños y que ninguno se sintiera solo. En ocasiones especiales nos vestíamos de payasos y les cantábamos. Todas estas actividades me agradaban mucho y nunca pensé encontrar a alguien que también compartiera los mismos gustos, pues casi no tenía amigos en quien depositar mi confianza, tal vez porque mi papá me transmitió cierta inseguridad hacia los hombres. Lo interesante es que me sentía muy identificada con mi amigo médico. Pronto hicimos una gran amistad. Salíamos al cine y nos atacábamos de risa. En los momentos en los que me sentía triste, él siempre llegaba con un pequeño detalle. A veces me escribía cartas diciéndome lo afortunada que era al poder ayudar a pequeños seres; eso me mantenía con energía y hacía que mis depresiones se esfumaran. Le tomé mucho cariño.
Los sueños de mi padre no tuvieron más remedio que ver la luz desde el punto de vista femenino. Me explicó día y noche lo que contenía su bodega y lo importante que eran esos medicamentos para los humanos. Aunque mi papá siempre fue muy serio conmigo, parecía incitarlo el servicio de ayuda; de un personaje que era muy duro en su forma de ser, se desprendía un ente que le gustaba rodearse de pacientes en el campo profesional.
Por primera vez me llevó al hospital donde trabajaba y pude constatar, a través de sus pacientes, que era un ser cálido y con un gran sentido de atención. Parecía una ironía todo lo que escuchaba. Comprendí que mi papá, en su lado profesional, era lo más parecido al padre que quería que fuese: un ser que brindaba palabras de ánimo a quien lo necesitara. En ese momento pude haberle reprochado muchísimas cosas, la manera en que siempre me hizo sentir, y la verdadera necesidad de tenerlo a mi lado en muchos momentos especiales, pero me contuve. Mi madurez a temprana edad me hacía comprenderlo. Nunca me faltó techo, comida o juguetes, mucho menos una carrera universitaria. La parte cariñosa me la brindó mi madre, y mi papá fungió como el mecenas. Yo podía hacer lo que me viniera en gana, y él siempre aportaba en el lado económico. Muchos de los niños que yo atendía, solamente tenían una mamá, porque su padre los había abandonado. Eso me causaba una enorme tristeza. Tal vez estos actos hacían que yo apreciara a mi padre. Es cierto que no recibí mucho amor de su parte, pero al menos me tuvo protegida y sin carencias.
¡Sé un gran médico y lleva el nombre de la familia en alto!, era lo que repetía cada día mi papá. Él deseaba ver a un hijo que perpetuara el apellido y fuese respetado en el ámbito laboral, que fuese admirado entre los especialistas médicos y siguiera alimentando la fama de la estirpe. Es por ello, que siempre me apoyaba en todo lo relacionado a mi carrera. Incluso llamó a sus amigos para que me dieran trabajo en el hospital donde él trabajaba, a lo que yo me negué totalmente, pues deseaba hacer las cosas por mí misma; al menos necesitaba saber que era buena en lo que hacía.
Mi vocación como pediatra me permitió ir subiendo de rango hasta dirigir el departamento de pediatría. Los grandes sueldos llegaron y mi compromiso con la niñez seguía adelante. Nunca tuve en mente ser médica, pero ayudar a seres que apenas comenzaban a vivir, me parecía un acto digno de un superhéroe como Superman o Batman, de esos que le encantaban a mi papá.
Mi gran amigo de carrera también progresó y decidió mudarse a Canadá para hacer una especialidad más y poder ayudar a más niños conociendo técnicas especiales para tratamientos sobre el cáncer. Su despedida me dolió mucho pues nos habíamos acostumbrado a hacer muchas cosas juntos. Fue así, que lo abracé y le di un enorme abrazo. Solamente me recogió las lágrimas con sus dedos y me dijo que pronto estaría de vuelta para trabajar aquí, pero nunca ocurrió lo que prometió.
No pasó ni un año cuando recibí noticias de él. Me contaba lo mucho que le había gustado la especialidad, y que le habían ofrecido un trabajo en aquel país. Me dijo que me extrañaba y que lo fuera a visitar. Coincidió con mis vacaciones y decidí ir a visitarlo. Creo que la distancia nos hizo darnos cuenta de lo que verdaderamente sentíamos. Al unísono, al vernos los rostros, confesamos nuestros sentimientos. El fallo era irrevocable. Sentíamos un gran amor profundo.
Por supuesto que mi padre fue el que menos estuvo de acuerdo con la decisión tomada, pero no tenía muchas opciones, era enojarse de por vida o disfrutar de sus futuros nietos. Por azares de la vida, y por supuesto, por herencia genética, tuve gemelos (otra mentira genética que mi abuela se había llevado a la tumba). Verlos crecer fue una experiencia única. Sentir los bracitos abrazándome y diciéndome lo mucho que me querían me hacían sentir un ser extremadamente especial. La verdad es que convivir con tanto niño me hizo querer tener los míos, y fue una idea que nunca se me salió de la cabeza. Al principio contratamos a una nana para que los cuidara, pero cada vez que estaba en el trabajo, atendiendo a muchos pequeñitos, veía que lo que más extrañaban era su casa, sus juguetes, sus papás, su espacio íntimo. Con lágrimas en los ojos, porque una parte de mí deseaba seguir trabajando, pero después de mucho pensarlo y meditarlo, escogí quedarme con mis hijos, dedicada en cuerpo y alma a su crianza. Mi marido, como era de esperarse, me apoyó y me comentó que era lo mejor para mí, para ellos y para él, pues si estaba yo contenta, él lo estaría aún más. Mis hijos poco a poco van creciendo, y lo interesante es que ya hasta aprendieron a hacer pasteles de lodo con todo y hojitas de limonero, tal como yo los hacía para papá.
Mi padre volvió a enojarse. En Navidad me reclamó lo mucho que había invertido en mí como para que saliera con que quería dedicarme a las labores del hogar. ¡Eres una perdedora!, fue lo último que me dijo en la cena. Lo único que hice fue retirarme de ahí. Le di un abrazo a mi mamá, quien lloraba enérgicamente. La calmé un poco y le comenté que no me interesaba mucho la opinión de mi padre (le mentí).
A veces he pensado en los destinos de las personas, en lo mucho en que los sueños de nuestros padres son depositados en nosotros para que puedan volverse realidad. Es una manera de vivir sus sueños, pero también he aprendido a cortar esos lazos familiares que nos hacen tanto daño. Aunque quiero mucho a mi padre, no podría vivir lo que él esperaba. Era mi historia y yo era la única que podía decidir en ella.
Algunas de mis amigas y varios conocidos me han criticado también. No se explican como es que, teniendo dinero y fama en una profesión tan complicada, pudiera botarlo todo de un día para otro, y más por criar a unos niños. Innumerables opiniones venían todos los días, “déjalos en una guardería”, “contrata a una nana”, “que tu mamá te ayude”, en fin, una suerte de pensamientos que me hacían sentir una perdedora (una vez más). Hasta me hicieron dudar de lo que realmente me importaba.
A veces, o muchas veces, es necesario dejar la opinión de los demás a un lado. No es que los demás no te importen, pero muchas de esas opiniones son sobre sus maneras de vivir y lo que desean, pero siempre hay que preguntarse qué es lo que desea uno, y de ahí admitir el compromiso con uno mismo.
Mamá llamó para decirme que papá está enfermo. Tiene Alzheimer en un 50 % avanzado y está al cuidado del hospital en el que trabajó, gracias a su gran labor de toda su vida. Mamá lo lleva a todas sus citas, pero dice que donde más le gusta es estar en el jardín. Fue ahí donde lo encontré a mi regreso, plantando diferentes semillas. Al parecer la jardinería es lo que lo ha mantenido con vida; tal vez ya se le olvidó que era un gran médico. Me acerqué para abrazarlo y se negó totalmente. Sabía que eso podía pasar, por lo que únicamente me quedaba era hablarle de mí. “Papá, sé que todos tus sueños eran para un hijo varón. Sé que quisiste que fuera médico para que tu fama se agigantara y que yo pudiera tener una vida profesional exitosa, que no estuviera a cargo de un hombre, y que mi vida estuviera más allá de una estufa. Todo eso quisiste y te lo agradezco, pero, aunque tuve todo lo que pudiste darme, escogí dedicarme a mis hijos, y no por eso soy menos o una del montón. Gracias a ti tuve la oportunidad de escoger, y eso fue lo mejor que pudiste darme, y gracias a ello, y con una carrera profesional exitosa, es que elegí ser mamá y esposa de tiempo completo, y ¿sabes?, no me arrepiento de nada. Me encanta cocinarles a mis hijos y a mi esposo. Mi marido es mi mejor amigo y me trata bien. Él apoya mis planes y cualquiera que hubiese sido mi sueño él lo hubiese aceptado; me quiere mucho”.
Con todo esto me sentí aliviada. Tenía que decirle todo lo que sentía, mis remordimientos, mis miedos y todo lo que tenía que explicarle. Me sentí totalmente liberada. Ya no tenía culpas ni me sentía fracasada. Cómo me hubiera gustado que mi padre estuviera totalmente en su raciocinio para que me entendiese y aunque sea me hubiera comprendido un poco, pero es bien cierto que en la vida nunca tenemos todo lo que queremos. Le di un abrazo y me levanté, ni siquiera me miró. Casi al irme, susurró mi nombre con gran dificultad. Volteé y me acercó por la tierra algo que nunca me hubiese imaginado y con lo cual pude constatar que una parte de él se acordaba que yo era su hija y que mucho de lo que él había hecho por mí era la única manera en que había asimilado el concepto de amor: un pastel de lodo decorado con hojitas de limonero.