Editorial

EL UMBRAL DEL SILENCIO

#InPerfecciones
“Aunque tuviera mil palabras: la palabra, la palabra está muerta”
Karl Wolfskehl

 

 

Pablo Ricardo Rivera Tejeda / @PabloRiveraRT
pricardo.rivera@gmail.com

 

¡Que nadie ose atacar la democracia! 

 

 Es curioso que una ideología y sistema que se fundamenta —en gran medida— en la diversidad y aceptación de la pluralidad, condene cual acto sacrílego, la no concordancia de posturas. La democracia, hoy, parece una herramienta bajada del Cielo con principios que ni siquiera se han de cuestionar; un dogma social que es tanto necesario como universal. Incluso, me atrevería a decir, la democracia es una palabra que en sí misma posee una rima particular, capaz de formar los más bellos versos en las obras de actualidad. Un anhelo público, un deseo compartido; un placer sin remordimiento de conciencia.

 

En las primeras planas de los periódicos —imitando sutilmente a Descartes— la única certeza que el lector puede tener se resume en: “no confíes en nadie que sea político”. El mexicano de a pie, aquel que disfruta comúnmente sus tacos de canasta y sus tamales con atole, no experimenta cosa distinta al repudio cuando la sección de política llega a su mesa. “Pero el PRI robó más”, dicen muchos. Por tales motivos, pienso que el quehacer político se ha simplificado —por no decir degradado— a tal punto que es poca la ciencia política y mucha la labia en los discursos. A diferencia del contexto griego de pensadores como Aristóteles —quien por cierto clasificaba a la democracia como una forma impura de gobierno—, ser político de actualidad no es otra cosa más que manejar a las masas y tener un perfil “eco-friendly” en Twitter. Si sabes cómo convencer y tienes los contactos necesarios, no hace falta más, tendrás tu nombre en las boletas. No obstante, tal realidad hace evidente un problema del que, categóricamente lo digo, todos somos presas.

 

Si el representante de mi alcaldía gasta más recursos en sus fiestas domingueras que en la pavimentación de las calles o el alumbrado público, ¿cómo poder aspirar a que los ciudadanos juzguen detalladamente los hechos políticos? El que muchos de nuestros funcionarios no sean más que ineptos para gobernar, no impulsará la visión crítica en el pueblo, por el contrario, hará que el sesgo del espectador crezca exponencialmente. Con todo, es importante recalcar que no digo tales cosas a manera de ocurrencias que suceden durante bellos momentos de locura; para corroborarlo, viajemos al pasado.

 

En un conversatorio que tuvo lugar en República Dominicana, el afamado expresidente Calderón criticó fuertemente —como lo ha hecho en muchas ocasiones pasadas—, la administración de López Obrador, pero sobre todo, el peligro que corre día con día la democracia. “México está en peligro y es una democracia a punto de caer”, afirmó, sin dudarlo por un segundo. Ahora bien, tales dichos han de ser tomados con una pizca de sal. Si bien el que alguna vez fuese gobernante de México tiene razón en algunos puntos, no es del todo correcto ni congruente su decir.

 

Claro que en la actualidad, México muestra una polarización nunca antes vista —cosa que, para autores como Alejandro Paez, no es indeseable—. Además, acciones como enemistarse directamente con el Poder Judicial dejan mucho que desear por parte de la administración federal, sobre todo, hechos como el polémico manejo de los fideicomisos a los que fácilmente le podríamos dedicar otra columna. Aun así, no me parece congruente lo dicho por Calderón, teniendo en cuenta que de no haber libertad, no tendría ni la mínima posibilidad de expresar su inconformidad. Pero, ¿es además incuestionable el que la democracia sea un sistema bondadoso?, ¿no existe suficiente evidencia en contra de éste para al menos abrir el debate?

 

También, el panista se mostró molesto al tocar el tema de la seguridad pública. Es aquí donde comienza el desencuentro. ¿Cómo es posible que quien, sin titubeos, declaró la “Guerra contra el narco” tenga la integridad moral para decir aquello? Se ha comprobado, en más de una ocasión, la nula necesidad que existía en su tiempo de declararle la guerra al crimen organizado; ¿por qué en aquel diciembre de 2006 la máxima autoridad de las Fuerzas Armadas había decidido comenzar un derramamiento de sangre? 

 

Algunos dicen que por cuestiones del consumo (el aumento en el uso de drogas por parte de los mexicanos), empero, tal cosa no es acertada. Las cifras indican que el consumo en México alrededor del 2006 y 2007 era mínimo, con un nimio crecimiento en comparación con el pasado que se explicaba por el crecimiento demográfico. ¡El consumo en México no era un factor decisivo! En el mismo tenor, el que los traficantes prefieran el comercio en Estados Unidos se debe a que, en tal país, sí hay una demanda mayor: gran parte de la población es víctima del abuso de sustancias.

 

Otra de las justificaciones radicaba en el combate a la violencia, sin embargo, la evidencia explica que desde la década pasada —antes del 2006—, la violencia había mostrado un decrecimiento constante, cosa que hubiera seguido de no haber modificado la estrategia de seguridad. Tal postura es explorada detenidamente en un ensayo de Fernando Escalante sobre la violencia en México. Pero, las incoherencias no acaban ahí. Calderón igualmente criticó la corrupción que existe entre los altos mandos del gobierno de la 4T. Es cierto, la corrupción ha llegado a límites que antes parecían inalcanzables, pero, ¿no sucedió lo mismo en su gobierno? Tal idea se resume en tres palabras: Genaro García Luna. Si se pretende librar una guerra con un criminal como líder de caballería, la batalla está perdida. ¿Cómo poder criticar las alianzas del gobierno con el crimen organizado si un miembro del gabinete panista es —acorde con la ley— un criminal descarado? Lo bueno es que Madrid hace —con una buena copa de vino— olvidar los pecados del pasado.

 

Casi al mismo tiempo, otro personaje célebre de la política mexicana, Ernesto Zedillo, quiso hacer uso del micrófono. Desde Chicago, el priista dijo: “Me gustaría ver un presidente que no sea elegido por mentir a la gente, un presidente que no gobierne con mentiras a la gente y no culpe a otros por sus propios errores”. ¡Conmovedor! Bellas frases —casi poéticas— son las pronunciadas por el que una vez fuese presidente del país. Únicamente, una pequeña pregunta… de hecho, varias.

 

¿Qué sucedió con el FOBAPROA? ¿Qué nos tienes que decir, Ernesto, sobre la matanza de Acteal? No se me ocurre otra cosa que ver en él, un ferviente anhelo por lo que nunca fue; tal como ese tipo de anhelos que consisten en darle a los demás lo que uno nunca tuvo. Pide honestidad ante las personas… ¿Él fue honesto? ¿La creación del FOBAPROA como la mejor alternativa era algo que él —como Carlos III—, creía desde su pecho? No considero que Zedillo esté en condición para dar cátedra sobre cómo debería ser el futuro presidente, más bien, para guardar silencio y agradecer el milagro de no estar en la cárcel. Pero no, ¡que hable el “académico”!

 

Es así como, después de haberme servido de un par de ejemplos, considero que la verborrea debe parar. Muchos de los problemas que enfrentamos en materia de política no tienen otra causa que la de concederle la razón a quienes no la tienen, y, peor aún, suponer que quien tenga un mejor discurso será el nuevo y patriótico Mesías. 

 

G. Steiner, afirma en un texto repleto de belleza —en este caso genuina—, que la sociedad padece de esta terrible verborrea. El autor explica que una de las causas por las que el silencio debe hacerse presente es por la incapacidad de las palabras para sensibilizarnos, pero sobre todo, por su ineficiencia al hacernos actuar. Todo se queda en palabras, las acciones parecen inexistentes, condenadas al olvido. ¿Para qué hablar y escribir cuando tal cosa no hace más que nublar nuestro concepto del bien?

 

En su obra Lenguaje y silencio, Steiner cita un poema de Rilke sobre la necesidad de silenciar la música (i.e. palabras), quien, de forma sublima, escribe:

 

Ya es más débil su batir de alas:

tanto prodigarás su vuelo, soñador,

que sus alas, cortadas por el canto

ya no la sostendrán para volar sobre mi muro

cuando la llame para las alegrías.

 

De este modo, el silencio no es más que un remedio —dirían algunos, casero— para el mal de palabras que sufrimos constantemente y, más importante, para el mal uso que se les da: ingredientes bondadosos para fines venenosos. Por eso Adamov diría: “el nombre de Dios no debería de volver a brotar de la boca del hombre; en la noche todo se confunde: ya no hay nombres ni formas”.

 

Creo tal cosa, querido lector. El silencio también es un portador de significado; por ejemplo, en la música, el silencio es parte de las más bellas melodías. Así, impregnados de un afán por decir y desdecir, pensemos un poco antes de hablar, busquemos un silencio que nos brinde claridad. No supongamos que todo aquello que se diga democrático es propio del bien, ni que la crítica a la democracia sea incorrecta. No encumbremos a los oradores que, por excelencia, aprovechan el exceso de palabras para lograr todos sus objetivos. No seamos presas del yugo fonético de aquellos que usan, lo dicho y lo escrito, como máscaras de su intencionalidad.

 

Tal como un bien aumenta de precio —en la teoría económica— al ser escaso, así también, las palabras serán más valiosas cuando se permita el silencio. Terminar con la frivolidad de la política consiste en saber pausar el instinto y no escupir incongruencias. Intentemos, pues, revalorar las consecuencias del silencio; manjar oculto en un pantano verbal. México no necesita discursos ricos en persuasión pero pobres en acción, necesita silencios que permitan actuar; madurez para enfrentar una voraz realidad. Permitámosle a las palabras, como diría Ionesco, “la capacidad de decir la desnuda verdad”.

 

Un abrazo.

 

#InPerfecto