Editorial

La construcción de la riqueza

#InPerfecciones
Hoy se habla del fin del neoliberalismo, pero nadie se plantea la desaparición del capitalismo.

 

Alejandro Animas Vargas  / @alexanimas
animasalejandro@gmail.com

 

Cuando Karl Marx publicó El Capital (Marx es un autor al que eventualmente uno regresa a leer), obra con la que cerraba toda una serie de reflexiones en torno a la economía, probablemente nunca imaginó que sus escritos se convertirían en una de las corrientes del pensamiento más importantes de la historia, ni que daría paso a que en buena parte del mundo se quisieran llevar a la realidad sus propuestas: el socialismo y el comunismo. 

Mientras que el debate sobre las propuestas marxistas se mantiene y se actualiza en el mundo académico, la idea de un régimen socialista solo queda de forma discursiva, salvo un puñado de países como Venezuela o Cuba. Hoy es normal que, de manera extendida y justificada, se critique al neoliberalismo por no haber generado las condiciones de mejora para la mayoría de los ciudadanos, y sí, en cambio, por haber acentuado las desigualdades. Hoy se habla del fin del neoliberalismo, pero nadie se plantea la desaparición del capitalismo (Marx, lo siento mucho), porque no hemos encontrado algún otro sistema que genere riqueza.

Adam Smith publicaba en 1776 la obra que vendría a definir a la economía: La riqueza de las naciones. Ahí señalaba que la generación de riqueza depende de dos circunstancias distintas: primero, de la habilidad, destreza y juicio con que habitualmente se realiza el trabajo; y segundo, de la proporción entre el número de los que están empleados en un trabajo útil y los que no lo están. Pero, más importante aún, la riqueza tiene como fin “el suministro de cosas necesarias y convenientes para la vida”. 

A casi 250 años de lo publicado por Smith, otro economista, Joseph Stiglitz, en Capitalismo progresista, sigue la misma línea de pensamiento cuando dice que “La riqueza de una nación descansa en 2 pilares. Las naciones se enriquecen y alcanzará una mayor calidad de vida, haciéndose más productivas; y las fuentes más importantes de aumentos en la productividad es fruto de los aumentos en el conocimiento”. Es decir, la riqueza no es mala en sí, ya que mediante su generación es posible acceder a las cosas necesarias y convenientes de Smith o mayor calidad de vida de Stiglitz.

La diferencia entre ambas épocas es que ya no se requiere solamente de destreza o habilidades en el trabajo, o de trabajar mucho, sino que en esta era del conocimiento el objetivo es incrementar la productividad que llega de la mano de los progresos tecnológicos. La historia nos ha enseñado que si los gobiernos no invierten en investigación y desarrollo, se verán obligados, tarde que temprano, a comprar lo más reciente en tecnología al doble del precio o conformarse con la que se vaya quedando en el camino. 

Discursivamente es muy atractivo decir que no se financiará la investigación científica de las empresas o universidades privadas, porque éstas de algún modo se aprovechan de los fondos públicos para obtener mayores ganancias, lo cual es absolutamente cierto. Pero no se ve que más allá en el tiempo, las innovaciones tecnológicas podrían redundar en un mayor crecimiento económico. Si el Estado no dirige los esfuerzos e invierte los recursos necesarios buscando un beneficio común, nadie más lo hará. Como dice Stiglitz, “la política y la economía no pueden ir separadas”.

Sabemos que es complicado que un gobierno decida destinar parte de los siempre escasos recursos públicos a políticas que no generan votos ni fotos espectaculares, peor se pone el asunto si señalamos que existe un lado negativo de los avances tecnológicos: por cada nuevo producto, otro es descontinuado. Es lo que Philippe Aghion, Celine Antonin y Simon Bunel abordan en El poder de la destrucción creativa.

Lo anterior significa que en el corazón mismo del capitalismo actual, está el conflicto permanente entre la muerte de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo. La destrucción creativa requiere de la innovación y difusión del conocimiento, lo que a su vez necesita de los incentivos y la protección de los derechos de autor, dando como resultado que las nuevas innovaciones hacen obsoletas las innovaciones previas. Por ejemplo. en el momento en que se popularizaron los telefonos celulares con cámaras integradas dejaron de venderse las viejas cámaras fotográficas, y empresas como Kodak, practicamente desaparecieron. Cuando el internet estuvo al alcance de todos, la proyección de películas en streaming devoró a los viejos videoclubes (el por qué se mantienen los tradicionales cines es digno de análisis). El capitalismo es como el primer video proyectado en la cadena MTV: El video mató a la estrella de radio.

La contradicción es que, dicen los autores, “por un lado, se necesitan rentas para recompensar la innovación y, por tanto, motivar a los innovadores; y por el otro, los innovadores de ayer no deberían de utilizar estas rentas para impedir nuevas innovaciones”. Agregan dos ejemplos, Steve Jobs se benefició de los avances existentes y deslumbró al mundo con sus innovadores ipods, ipads, iphones, etc, mientras que Carlos Slim, acrecentó su fortuna impidiendo la competencia. Lo de Jobs es destrucción creativa y lo de Slim es capitalismo salvaje.

Aghion, Antonin y Bunel abogan, al igual que Stiglitz, por un Estado inversor que: estimule la economía del conocimiento y la innovación; sea participativo en los procesos de destrucción creativa (no solo en destrucción, como suelen hacerlo);  incentive y proteja los derechos de autor, de patentes; y regule el mercado para que las empresas establecidas no bloqueen cada nueva innovación.

Hernán Díaz, otro autor moda en estos días por ser de los cuatro escritores latinoamericanos en el listado de los 100 mejores libros del siglo, publicado por el New York Times, narra magníficamente en el libro que le mereció estar en dicho registro, Fortuna, la obsesión de la gente por el dinero: “todos aspiramos a una mayor riqueza. La razón de esto es simple y se puede encontrar en la ciencia. Como en la naturaleza no hay nada que sea estable, es imposible limitarse a conservar lo que uno tiene. Igual que el resto de las criaturas vivas, o prosperamos o morimo. Es la ley fundamental que gobierna todo el ámbito de la vida. Y es por puro instinto de supervivencia, por lo que todos los hombres la desean”. 

 

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