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Nuestros antepasados se inclinaron, en un principio, por el número diez y establecieron el denario con una equivalencia de diez ases de bronce; de aquí la etimología del término «denario» que se mantiene hasta nuestros días
Carlos Rosas C / @CarlosRosas_C
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Hemos llegado al Libro Tercero de los Diez Libros de Arquitectura que Vitruvio Polión. la introducción escrita por Vitruvio se convierte en una reflexión sobre el ejercicio del arquitecto, y la labor de éste a partir de su conocimiento y su acción, así pues en el capitulo primero “El origen de las medidas del templo” encontraremos una descripción muy interesante sobre la proporción humana que con anterioridad hemos visto en estos especiales de arquitectura. Disfrútenlo.
LIBRO TERCERO
INTRODUCCIÓN
Apolo de Delfos manifestó, por medio de los oráculos de la Pitonisa, que Sócrates era el más sabio de todos los hombres. Sócrates permanece en el recuerdo por sus opiniones prudentes y llenas de sabiduría; afirmaba que era muy conveniente que el corazón del hombre estuviera abierto de par en par, para no mantener ocultos sus pensamientos ni sentimientos, sino patentes a la consideración de todo el mundo.
¡Ojalá la Naturaleza, siguiendo su opinión, hubiera determinado manifestarse con claridad en todos sus aspectos! Si fuera así, se percibirían muy de cerca las cualidades y defectos de los humanos, e incluso las ciencias especulativas, sometidas a la consideración de ojos ajenos, quedarían avaladas con críticas contundentes que añadirían una extraordinaria y sólida autoridad y competencia a los sabios y a los hombres doctos. Mas como no es así, sino que todo ha quedado fijado como la Naturaleza ha querido, no se sigue que los hombres sean capaces de juzgar, en su auténtica realidad, los conocimientos de los artistas, profundamente ocultos en su interior.
Incluso los mismos artífices ofrecerían toda su capacidad, aunque no fueran ricos pero sí conocieran su oficio basado en una larga experiencia, o bien, preparados con la elocuencia y la ciencia del foro, pudieran alcanzar la autoridad de tales conocimientos por su destreza, con el fin de que los demás diéramos crédito a la capacidad que profesan. Podemos constatarlo en los antiguos escultores y pintores, pues los que poseían reconocidos méritos y estimación han permanecido en el recuerdo perenne para toda la posteridad, como son Mirón, Policleto, Fidias, Lisipo y otros muchos que alcanzaron la gloria gracias a su habilidad artística. Lograron la fama porque sus trabajos tenían como destinatarios a reyes, nobles ciudadanos o a importantes ciudades. Pero, quienes con similar afición, ingenio y habilidad realizaron obras perfectas y extraordinarias, tanto para sus conciudadanos como para los que poseían escasos medios económicos, no llegaron nunca a alcanzar ningún reconocimiento, pues fueron burlados por la Fortuna.
Y no es que sus obras carecieran de mérito, de destreza y talento, como sucedió con el atemense Hegias, Quión de Corinto, Miagro de Focea, Farax de Éfeso, Boedas de Bizancio, y otros muchos. Exactamente lo mismo sucedió con pintores, como Aristómenes de Taso, Policles y Andrócides de Cicico, Theon de Magnesia, y otros muchos pintores a quienes no les faltó ni habilidad, ni talento, ni arte, pero o bien por la escasez de su patrimonio familiar, o bien por su mala suerte, o bien porque fueron superados en sus pretensiones, en competencia con sus rivales, quienes resultaron ser un seno obstáculo a sus merecimientos.
No debe ser motivo de admiración, sino de auténtica indignación el que permanezcan en la oscuridad los méritos de su producción artística, precisamente por falta de una justa valoración de sus obras; sobre todo debemos indignarnos cuando observamos que en actos sociales con frecuencia se desvirtúa su justa consideración y cotización, mediante falsos asentimientos. Por tanto, como era del agrado de Sócrates, si los sentimientos, opiniones y conocimientos científicos se hicieran prosperar mediante enseñanzas prácticas, serían claros y transparentes y no prevalecería ni la influencia ni la parcialidad; y si algunos alcanzaran la cima de la ciencia mediante verdaderos y auténticos esfuerzos, espontáneamente a ellos se les encargarían los trabajos. Ya que tales hechos ni son patentes ni visibles, como pensamos que convenía, observo que los ignorantes superan a los sabios por tener más influencia y pienso que no se debe competir con los ignorantes en sus pretensiones. Por ello, pasaré a mostrar las cualidades de nuestros conocimientos, mediante la publicación de estas normas.
Así pues, ¡oh Emperador!, te expliqué y te expuse ya, en el primer libro, las condiciones de la arquitectura, las cualidades y las enseñanzas prácticas propias del arquitecto que él mismo debe potenciar. Dejé claro por qué el arquitecto debe ser experto en tales enseñanzas; dividí en partes las normas de la arquitectura y las delimité con sus propias definiciones. Como era importante y necesario, expuse con razonamientos todo el tema de la fundación de las ciudades, la manera de seleccionar los lugares más favorables; desarrollé la cuestión de los vientos, su número y la procedencia de cada uno de ellos, plasmándolos en unos gráficos; di por terminado el primer libro, mostrando la ubicación de plazas y barrios, con el fin de mejorar su distribución urbanística dentro de las murallas. En el libro segundo, expuse, de principio a fin, el tema de los materiales, sus propiedades y sus cualidades naturales para la construcción. Ahora, en el libro tercero, Paso a describir los templos de los dioses inmortales y los iré explicando íntegramente, con todo detalle, como sea necesario.
CAPITULO 1. “ORIGEN DE LAS MEDIDAS DEL TEMPLO”
La disposición de los templos depende de la simetría, cuyas normas deben observar escrupulosamente los arquitectos. La simetría tiene su origen en la proporción, que en griego se denomina analogía. La proporción se define como la conveniencia de medidas a partir de un módulo constante y calculado y la correspondencia de los miembros o partes de una obra y de toda la obra en su conjunto. Es imposible que un templo posea una correcta disposición si carece de simetría y de proporción, como sucede con los miembros o partes del cuerpo de un hombre bien formado.
El cuerpo humano lo formó la naturaleza de tal manera que el rostro, desde la barbilla hasta la parte más alta de la frente, donde están las raíces del pelo, mida una décima parte de su altura total. La palma de la mano, desde la muñeca hasta el extremo del dedo medio, mide exactamente lo mismo; la cabeza, desde la barbilla hasta la coronilla, mide una octava parte de todo el cuerpo; una sexta parte mide desde el esternón hasta las raíces del pelo y desde la parte media del pecho hasta la coronilla, una cuarta parte.
Desde el mentón hasta la base de la nariz, mide una tercera parte de la altura del rostro; desde la base de la nariz hasta las cejas, otra tercera parte y desde las cejas hasta las raíces del pelo, la frente mide igualmente otra tercera parte. Si nos referimos al pie, equivale a una sexta parte de la altura del cuerpo; el codo, una cuarta parte, y el pecho equivale igualmente a una cuarta parte. Los restantes miembros guardan también una proporción de simetría, de la que se sirvieron los antiguos pintores y escultores famosos, alcanzando una extraordinaria consideración y fama.
Exactamente de igual manera, las partes de los templos deben guardar una proporción de simetría perfectamente apropiada de cada una de ellas respecto al conjunto total en su completa dimensión.
El ombligo es el punto central natural del cuerpo humano. En efecto, si se coloca un hombre boca arriba, con sus manos y sus pies estirados, situando el centro del compás en su ombligo y trazando una circunferencia, ésta tocaría la punta de ambas manos y los dedos de los pies. La figura circular trazada sobre el cuerpo humano nos posibilita el lograr también un cuadrado: si se mide desde la planta de los pies hasta la coronilla, medida resultante será la misma que la que se da entre las puntas de los dedos con los brazos extendidos; exactamente su anchura mide lo mismo que su altura, como los cuadrados que trazamos con la escuadra.
Por tanto, si la naturaleza ha formado el cuerpo humano de modo que sus miembros guardan una exacta proporción respecto a todo el cuerpo, los antiguos fijaron también esta relación en la realización completa de sus obras, donde cada una de sus partes guarda una exacta y puntual proporción respecto a la forma total de su obra. Dejaron constancia de la proporción de las medidas en todas sus obras, pero sobre todo las tuvieron en cuenta en la construcción de los templos de los dioses, que son un claro reflejo para la posteridad de sus aciertos y logros, como también de sus descuidos y negligencias.
Igualmente, a partir de otros miembros del cuerpo humano, concluyeron el cálculo de las distintas medidas que son precisas en cualquier construcción, como son el dedo, el palmo, el pie y el codo, y las fueron distribuyendo en un cómputo perfecto, que en griego se llama teleon. Los autores antiguos fijaron un número perfecto, que es el llamado número diez, pues es el número total de los dedos de la mano; a partir del palmo, descubrieron el pie.
A Platón le pareció perfecto el número diez, ya que sumando cada una de las sustancias individuales –mónadas-, se obtiene la decena 1. Si alcanzamos el número once y el número doce, como dos veces el número sobrepasan el número diez, no pueden ser números perfectos y ningún número será perfecto hasta que alcancemos la segunda decena; en efecto, cada uno de estos números son sustancias individuales, son como partes o fracciones de la decena.
Los matemáticos, por el contrario, afirmaron que el número perfecto es el número seis, pues posee unas divisiones que suman seis, de la siguiente manera: la sexta parte, es el uno; la tercera parte, es el dos; la mitad del seis, es el tres; dos terceras partes componen el número cuatro, en griego dimoeron; cinco partes del número seis –pentemoeron-, es el número cinco; y el número perfecto y final es el número seis. Si vamos sumando hasta el doble, y se añade una unidad, es el ephectum; formaremos el número ocho sumando seis más una tercera parte, que en latín se llama terciarium y en griego epitrítos; añadiendo al número seis su mitad se logra el número nueve, que es un número sesquiáltero, en griego hemiolios; si al número seis le sumamos dos terceras partes obtenemos la decena, en griego epidimoeros; el número once es el resultante de sumar cinco al número seis, es decir, un quintarlo, en griego epipemptos; el número doce se obtiene sumando dos veces seis, el número elemental, que se denomina díplasíos.
De igual modo, el pie es la sexta parte de la altura del hombre, o lo que es lo mismo, sumando seis veces un pie delimitaremos la altura del cuerpo; por ello coincidieron en que tal número -el seis- es el número perfecto, y además observaron que un codo equivale a seis palmos, o lo que es lo mismo, veinticuatro dedos. Da la impresión de que las ciudades griegas también concluyeron, a partir de esta relación como el codo equivale a seis palmos, que el dracma, que era la moneda que usaban, equivalía a seis monedas de bronce acuñadas, como sucede con el as, que llaman óbolo; una cuarta parte del óbolo, que algunos llaman dichalca y otros trichalca, les sirvió para fijar el dracma con una equivalencia de veinticuatro, en correspondencia con los veinticuatro dedos que mide un codo.
Nuestros antepasados se inclinaron, en un principio, por el número diez y establecieron el denario con una equivalencia de diez ases de bronce; de aquí la etimología del término «denario» que se mantiene hasta nuestros días. Una cuarta parte del denario es el sestercio, que equivale a dos ases y medio. Con el tiempo, al caer en la cuenta de que eran ambos números perfectos –el seis y el diez– sumaron ambos en un nuevo número, consiguiendo otro número perfectísimo que es el dieciséis. Descubrieron el «pie», como verdadero origen de este número. Así, cuando restamos dos palmos de un codo, nos queda un pie de cuatro palmos; y el palmo equivale a cuatro dedos. Por tanto, el pie tiene una equivalencia de dieciséis dedos, como otros tantos ases equivalen a un denario.
En consecuencia, si es lógico y conveniente que se haya descubierto el número a partir de las articulaciones del cuerpo humano y a partir de cada uno de sus miembros, entonces se establece una proporción de cada una de las partes fijadas, respecto a la totalidad del cuerpo en su conjunto; sólo nos queda hacernos eco de quienes, al construir los templos de los dioses inmortales, ordenaron las partes en sus obras con el fin de que, por separado y en su conjunto, resultaran armónicas, en base a su proporción y simetría.