#InPerfecciones
En los últimos 6 años nos dimos cuenta que poco a poco se fue reconstruyendo el poder del presidencialismo mexicano.
Alejandro Animas Vargas / @alexanimas
animasalejandro@gmail.com
La tradición mexicana de tener un poder ejecutivo fuerte proviene desde los tiempos prehispánicos, como ha señalado Octavio Paz en El ogro filantrópico. El rey, sacerdote azteca, el virrey, el dictador, el caudillo y el señor presidente han sido las figuras centrales durante toda la historia nacional, a excepción de los periodos de guerra civil y anarquía, y durante la época conocida como la República Restaurada.
El presidente en México es “el centro político indiscutible y casi incontestable del sistema… La Presidencia es el origen y punto terminal de una enorme red de instituciones políticas, lo que hace que prácticamente no haya problema o demanda de la sociedad civil que no tenga una via institucional de expresión política” (Lorenzo Mayer y José Luis Reyna en México, el sistema y sus partidos) Alrededor del presidente gira toda la vida política, económica y social del país, lo mismo asiste a sesiones de trabajo con su gabinete que con obreros, campesinos, empresarios, artistas, maestros, diplomáticos, etcétera.
Robert Furtak señala en El partido de la Revoliución y la estabilidad en México, que la fuerza del presidente se fundamenta, por lo tanto, en bases históricas, así como en razones psicológicas e institucionales. Como fuentes históricas del poder presidencialista, ya hemos referido esa larga tradición que se remonta hasta las culturas mesoamericanas. Daniel Cosio Villegas en su clásico El sistema político mexicano (que bien vale la pena volver a leer ante lo que presenciamos en el presente) señalaba que, con respecto a las bases psicológicas, está enfocado a la idea general de que el presidente puede resolver cualquier problema que se le presente. Para el común de la gente, el presidente lo puede todo. Esta idea tiene tal arraigo que, para George Phillip en The presidency in mexican politics, incluso se tiene la creencia de que el solo poder presidencial pueda hacer posible el cambio del autoritarismo a la democracia (o al revés agregaría yo); nada puede detenerlo excepto su voluntad, y si no se hacen las cosas es porque el presidente no ha querido que se hagan.
El otro pilar en el que se sostiene la preponderancia presidencial es su fuerza institucional de acuerdo con José María Calderón en Génesis del presidencialismo mexicano. Las vastas facultades legales que posee el Presidente provienen de las leyes emanadas del constituyente de Querétaro: puede nombrar y remover libremente a los Secretarios de Estado y jefes de los departamentos administrativos (artículo 89), así como la designación de ministros para la Suprema Corte de Justicia (artículo 96); puede promover leyes ante el Congreso de la Unión, teniendo además la facultad de poder vetarlas (artículos 71 y 72); y por último, dos aspectos vitales para la institucionalización del presidencialismo, una amplia capacidad para modificar la propiedad privada dentro de la misma propiedad privada (artículo 27) y convertirse en el árbitro en última instancia en conflictos de carácter laboral (artículo 123).
La institucionalización del presidencialismo se fue dando conforme se iba transformando o eliminando el carisma del caudillo revolucionario fundado en el poder de hecho para pasar al poder de derecho de la presidencia. A los caudillos se les fue anulando conforme iban desapareciendo físicamente del escenario político nacional, ya sea por destierro, muerte o asesinatos, al tiempo que el ejército activo, se ha reduciendo y profesionalizando y los líderes militares se fueron convirtiendo en empresarios, observó en su momento Arnoldo Córdova en La formación del poder político en México. El proceso de institucionalización se aceleró tras el asesinato del último gran caudillo militar revolucionario Álvaro Obregón y el surgimiento del Partido Nacional Revolucionario.
Cuando Ávila Camacho asume la presidencia, ésta ya había transformado en una institución irreversible, en palabras de Córdova. Al terminar el sexenio cardenista, fueron instaurados plenamente dos de los tres rasgos centrales con los cuales el presidencialismo mexicano se ha desarrollado a partir de esa fecha. El retiro de la acción política y de la vida pública, después del periodo constitucional del titular del poder ejecutivo federal. Y que la Presidencia del partido y de la República se deposita en una sola cabeza y no en dos, como sucedió durante el Maximato. Mientras que el otro rasgo, que Héctor Aguilar Camín calificaba en Después del milagro como “el privilegio casi dinástico para escoger a su sucesor”, habría de perfeccionarse durante el periodo de Ruiz Cortines con el método del tapadísimo.
La designación de su sucesor, utilizando las facultades meta constitucionales que le otorga el sistema político (las cuales explica Jorge Carpizo en El presidencialismo mexicano), le confiere al titular del poder ejecutivo uno de los rasgos más prototípicos del presidencialismo mexicano. De esta forma quedaba resuelto el problema de la transmisión pacífica del poder, evitando las escisiones dentro del grupo gobernante. Por lo tanto, el presidencialismo en México está compuesto por los poderes otorgados por la Constitución, la estricta duración de 6 años en el poder y las facultades meta constitucionales de ser jefe del partido en el poder, elegir directamente a su sucesor y la enorme creencia que tiene la gente en sus facultades.
Lo anterior lo escribí hace 30 años para contextualizar el presidencialismo prevaleciente durante el gobierno de Carlos Salinas. A partir de 1994, muchas cosas fueron cambiando: el partido gobernante, el PRI, ya no tenía mayoría en el Congreso de la Unión, y dejó de ser el partido hegemónico (tal y como lo definía Giovani Sartori en Partidos y sistemas de partidos); las elecciones se realizaban bajo la supervición de un Instituto Federal Electoral ciudadanizado, donde el gobierno no tenía cabida; empezaban a crearse diversos órganismos autónomos de manera constitucional, como el Banco de México, el propio IFE o la Comisión Nacional de Derechos Humanos; y por último en este breve recuento, la figura del presidente dejó de ser reverenciada y su capacidad para imponer políticas públicas, y hasta a su sucesor se había perdido, y muchos pensamos que para siempre.
En los últimos 6 años nos dimos cuenta que poco a poco se fue reconstruyendo el poder del presidencialismo mexicano: se regresaron a los tiempos del históricos donde no había cuestionamientos y se cumplía con la voluntad del señor presidente; la gente lo volvió a ver con reverencia, creyendo que todos los problemas se resolverían porque así lo quiere el presidente; y finalmente, fue modificando, mediante leyes y decretos, el marco institucional para concentrar nuevamente en la figura presidencial las facultades constitucionales y metaconstitucionales. Con estas herramientas iniciará un nuevo periodo presidencial, pero con una gran duda sobre qué podría pasar si el mandatario saliente no cumple con esa otra ley no escrita del presidencialismo de que una vez terminado el sexenio, se retiraba de la acción política y de la vida pública.