Editorial

Un día en el Bosque de Maíces

#InPerfecciones
Ahí estaba yo, preocupada por mis tenis y mis jeans, incapaz de mirar más lejos de mi comodidad y mi privilegio.

 

 

Karla Soledad / @kasoledad
k28soledad@gmail.com

 

Hace algunas semanas hice un viaje muy especial a Puebla con un amigo y una amiga. Derek nos había invitado desde hace un par de meses a vivir una experiencia gastronómica, que organiza uno de sus restaurantes poblanos favoritos, cuyo concepto está basado en el maíz. Se trata de una visita guiada a un Bosque de Maíces, en el cual la comunidad a la que pertenece la cooperativa que dirige el restaurante, cultiva y cosecha una gran variedad de maíces, tanto para el consumo de la comunidad como para la cocina de Milli – el restaurante ubicado en Cholula.

 

La verdad es que lo que más me llamaba la atención de esta experiencia, era el menú de seis tiempos al final del recorrido. Estaba lista para comer como si no hubiera un mañana. Pero la verdad es que a pesar de que la comida, efectivamente, es simplemente indescriptible por su nivel de complejidad, profundidad, calidad y sabor… las actividades que incluye la visita son igual de sorprendentes.

 

Empezamos por una degustación de un café de olla recién hecho en su respectivo tarrito de barro, y una dupla magnífica de una memela y una tetela de maíz azul, adornadas con un quesito muy fresco y bañadas por una dicotomía perfecta de salsas verde y roja.

 

Mientras comíamos, los organizadores y guías del recorrido, Alberto y Leo, nos reunieron alrededor de una mesa repleta de maíces de todos los tamaños, texturas y colores, y nos explicaron que son los mismos tipos de maíz que su comunidad cultiva en aquel bosque ubicado a las faldas de los volcanes. Maíces azules, negros, rojos, pintos, mixtos; maíces ornamentales, maíces para atoles, para tamales, tortillas y un sinfín de preparaciones. 

 

A la par, Leo y Alberto nos contaban pedacitos de sus historias, de su comunidad, de su idioma (el náhuatl), de su experiencia abriendo restaurantes en Estados Unidos, de su orgullo por sus raíces indígenas, de su pasión y vocación por el campo y el trabajo de la tierra – mismos que intentan compartir y heredar a sus hijos e hijas para asegurar así la conservación de sus tradiciones.

 

El resto de la visita estuvo marcada por otras actividades que no esperaba, como moler maíz en un metate, hacer tortillas, probar aguamiel directo de un maguey, enterrar un chilacayote en un horno de tierra, y mi parte favorita: un recorrido en silencio contemplativo por los sonidos, los olores, los caminos, los árboles, y las sorpresas del bosque.

 

Pienso que parte de la magia de esta experiencia es el misterio; la mística envolvente del ambiente, la mística de las historias, las anécdotas y el náhuatl de los guías, la mística de conectar con actividades que de pronto reviven las manos y las despiertan, como si hubieran estado dormidas, mal aprovechadas, desperdiciadas. Como si en las manos viviera un recuerdo antiguo que sonríe con el gesto humilde de amasar una tortilla entre las palmas y voltearla en el comal.

 

Pero lo que más me llevo de esta visita, es la oportunidad que brinda para reconectar con la naturaleza y, más específicamente, con la tierra. Como contexto, debo admitir que al no saber qué esperar del recorrido, nunca pregunté con anticipación cuál podría ser la mejor elección de calzado, por lo que me decidí por llevar unos tenis nuevos muy coquetos que me encantan, y que había usado solo en un par de ocasiones. Por ello mi reacción cuando nos hicieron subir por una ladera hacia los magueyes donde probamos el aguamiel, fue de incomodidad y un poco de molestia.

 

Mientras caminábamos sobre aquella ladera, levantando tierra a nuestro paso, no podía dejar de pensar en que mis tenis quedarían arruinados y mis jeans terminarían llenos de polvo también. Durante ese pequeño tramo, intenté con todo mi esfuerzo caminar lo más “quedito” posible, sin arrastrar los pies para que mis tenis no se impregnaran.

 

Creí que eso había sido todo, que el resto del recorrido sería más sencillo y que lograría llegar al final del día sin terminar como polvorón. Y entonces llegamos a la parada del horno de tierra. El objetivo era enterrar un chilacayote que nos fue entregado a cada persona del grupo para partir por la mitad con un machete, y postrarlo boca abajo hacia la tierra para esperar por ocho días la germinación del hongo que lo hace un famoso y tradicional platillo poblano. La indicación era echarnos de rodillas hacia el suelo para enterrar aquella verdura con aspecto entre un melón y una calabaza, y cubrirlo de más tierra después.

 

Al escuchar las indicaciones, por un momento la molestia y la incomodidad regresaron a mí. De pronto Alberto nos pidió silencio, e inclinando la cabeza con los ojos cerrados, dedicó una pequeña plegaria a manera de dedicatoria hacia aquel hoyo que Leo había hecho con una pala en el suelo. 

 

Alberto le hablaba a aquel agujero como si estuviera vivo y pudiera escucharlo. Entonces lo entendí: le hablaba a la tierra. Se estaba comunicando con ella para pedirle permiso de sembrar en su regazo un pedazo de alimento y pedirle que lo abrazara para transformarlo en uno aún mejor. En las palabras y la voz de Alberto había solemnidad y respeto, pero también un cariño y confianza profundos. Le hablaba a la tierra como si fuera una vieja sabia, y una vieja amiga. Pero viva.

 

Lo cierto es que escucharlo me conmovió al punto de sentir culpa y vergüenza por la frivolidad con la que había estado mirando y viviendo el recorrido hasta ese momento. Ahí estaba yo, preocupada por mis tenis y mis jeans, incapaz de mirar más lejos de mi comodidad y mi privilegio. 

 

Aquel momento me hizo pensar en lo fácil que es olvidarse de lo que realmente importa. Qué sencillo y qué peligroso es poner atención y energía en las cosas superficiales, en las cosas incorrectas. Me sorprendió pensar en el nivel de enajenación al que podemos llegar, pues hasta hace unos minutos mi lectura sobre el suelo a mis pies, era de suciedad. Mis tenis sucios. Mis pantalones sucios. Mis manos sucias. Se me llenaron los ojos de lágrimas al darme cuenta de lo desconectada que puedo llegar a estar de la naturaleza, y de lo lejana que puedo ser a la sensación de la tierra en mi piel. ¡Y es que no es suciedad! ¡Es la tierra sabia, noble y fértil de la que todo viene y a la que todo va!

 

Sentí como si las palabras de Alberto hubieran entrado en la tierra y también en mí, porque desde ese momento, fue como si el suelo hubiera cambiado de color y de textura. Dejó de ser polvo que mis pies esquivaban, para convertirse en arena que se escapaba entre mis manos al tiempo que jugaba con ella como si estuviera en el mar. Dejó de importarme todo: la ropa, los zapatos, mi aspecto físico, mi vanidad. Y me rendí a la sensación de la tierra y el abrazo del bosque, como una niña jugando a patear las piedras, brincar el río y guardar hojitas de los árboles en mis bolsillos.

 

El Bosque de Maíces es un lugar mágico que guarda las historias, secretos, deseos, esperanzas y sueños de quienes lo han explorado con asombro, devoción y cariño durante décadas para trabajar su tierra y convertirlo en un campo fértil donde la tradición del maíz aflora y resiste. Y por si eso no fuera suficiente, al día de hoy también es un espacio cálido y acogedor que recibe con bondad a quien se atreve a darse un día para dejar atrás la cotidianidad y abrir la mente y el corazón a esas historias que el bosque susurra entre tierra, agua, ceniza, y hojas de maíz.

 

#InPerfecta