#InPerfecciones
Estar peludas es descuidarnos, mientras que afeitarnos en la tina con una copa de rosé y una mascarilla antiarrugas es un gesto de auto cuidado y amor propio.
Karla Soledad / @kasoledad
k28soledad@gmail.com
La primera vez que me sentí fea fue alrededor de los 11 años, en mi último año de primaria. La escuela a la que asistía preparaba una campaña publicitaria para promocionar su programa educativo y buscaban niñas de mi salón que pudieran participar en una sesión fotográfica para ser las caras de la campaña.
Recuerdo que mi mamá y yo estábamos emocionadas, pues yo llevaba tres años consecutivos sin bajar del cuadro de honor y estábamos seguras que me llamarían para la sesión de fotos. Los días pasaban y yo no recibía ningún aviso por parte de la dirección. Pasé de la confusión a la rabia cuando algunas niñas de mi clase comenzaron a alardear que ya habían recibido su invitación para participar de la campaña.
Lo que más me enfureció fue que esas niñas no solo no estaban en el cuadro de honor, sino que eran alumnas con pésimas calificaciones y reportes de mala conducta. Pero eran las niñas populares de la escuela. Eran altas, güeras, bonitas y físicamente estaban mucho más desarrolladas que yo. Y eso le ganaba a cualquier boleta de calificaciones.
Aunque mi mamá acudió indignada a la oficina de la directora para reclamar por lo sucedido, eventualmente la campaña se lanzó y la escuela se llenó de publicidad, las avenidas se llenaron de anuncios espectaculares, y yo me llené de vergüenza. Cada vez que iba de camino a la primaria, cerraba los ojos al pasar frente a los gigantescos anuncios, pues se habían convertido en un doloroso recordatorio de que para ser reconocida, no era suficiente ser inteligente mientras no fuera bonita.
Entré a la secundaria sintiéndome horrible. Físicamente horrible. Me sentía cachetona, prieta y sobre todo, peluda. Tenía pelos en lugares donde mis compañeras no lo tenían: mis brazos, mi frente, mis patillas y mi labio superior. Mi mamá no me dejaba depilarme porque me decía que todavía estaba muy chica y si me lo quitaba, ese pelo crecería más grueso. A pesar de sus advertencias, decidí quitarme el bigote el día que mi autoestima tocó fondo.
En mi secundaria se hizo popular “La Jaula”, un sitio web que se convirtió en la primera red social que los adolescentes de mi generación aprendimos a usar. El sitio funcionaba como una especie de Facebook donde la gente escribía publicaciones que quedaban guardadas en un feed gigante y en donde se podían encontrar desde chismes hasta declaraciones de amor. Una tarde regresando de la escuela, entré a La Jaula solo para encontrar el post anónimo de una persona que decía algo como: “Karla Soledad del 101 es tan fea que parece rata de laboratorio”, y varias respuestas con risas de otros compañeros.
¿Alguna vez te ha pasado que la peor creencia que tienes de tí misma se vuelve real cuando otra persona la utiliza para insultarte? “Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”, dijo Goebbels. Mi verdad era sentirme fea, y por lo tanto indigna de amor, respeto y atención.
A escondidas de mi mamá, empecé a rasurarme con rastrillo el bigote y a cortarme los pelos de los brazos con tijeras. Ya en la preparatoria cambié el rastrillo por un perfilador y en la universidad preferí usar tiritas de cera. A la fecha, cada vez que me depilo mi piel termina irritada y enrojecida.
Después de catorce años de pasar por lo mismo cada dos semanas, he llegado a un punto en donde me pregunto si soy yo quien debe alterar mi rostro o son los demás quienes deben cambiar su manera de juzgarlo. Durante catorce años me he visto al espejo con odio y vergüenza, y más que buscar un método más amigable para depilarme me gustaría encontrar la manera de desprenderme de la necesidad de hacerlo.
El patriarcado es un sistema cruel que nos prefiere rotas antes que peludas. Nos vendió la mentira de que una piel con pelos es sucia, mientras que una piel lisa es limpia, sexy y deseable. Estar peludas es descuidarnos, mientras que afeitarnos en la tina con una copa de rosé y una mascarilla antiarrugas es un gesto de auto cuidado y amor propio.
Tal vez no sepamos por dónde empezar a querernos más. Tal vez no podamos mandarlo todo a la chingada y dejar de presionarnos por vernos bonitas. Tal vez sigamos rasurando nuestras axilas y depilando nuestras piernas, quitándonos los pelos del bikini cuando tenemos una cita y depilándonos el bigote cada dos semanas. Tal vez cuando lo hagamos nos preguntemos si realmente disfrutamos la sensación de nuestra piel suavecita, o más bien seguimos buscando la aprobación de los demás.
Quizás podamos tratarnos un poquito mejor y habitar nuestros cuerpos de una manera más amorosa y comprensiva. Quizás para querernos tenemos que aprender a aceptarnos. Y para aceptarnos podemos empezar por mirarnos al espejo, normalizar lo que vemos y abrazar lo que somos.
Fotografía de Camiumiau