Editorial

La magia de la admiración

#InPerfecciones
¿Acaso el asombro no es el estado natural de la mente, cuando no está contaminada por las etiquetas mentales, las rutinas, el egocentrismo y el aburrimiento?

 

Theo Laurendon
theolaurendon@gmail.com


  ¿Acaso el asombro no es el estado natural de la mente, cuando no está contaminada por las etiquetas mentales, las rutinas, el egocentrismo y el aburrimiento? Basta con observar (¡contemplar!) a los niños y recordar nuestra propia infancia para darnos cuenta de ello. Es suficiente un solo coche o perro para que los ojos del niño o de la niña se iluminen y con una concentración absoluta y un entusiasmo desbordante se exclame con la boca abierta (mirando a sus papas cuya mirada cansada y gris no se había fijado en ello)
– “¿Cómo se llama? ¿Qué es eso?
  Para la conciencia despierta, cada gota de agua que cae de una nube, es un milagro, un supremo misterio. Cada soplo de aire que inspiramos, un deleite, la ventana abierta hacia la vivencia de un instante eterno e irrepetible. El simple hecho de vivir un día más, una sorpresa. El simple hecho de que exista algo en ese universo en vez de nada, un prodigio. El niño vive asi de forma natural. El adulto lo pierde y puede volver a reconconquistarlo.  ¿Qué prodigios no seremos capaces de contemplar y crear si lo logramos?

Por ejemplo, el día que empezamos a admirar, nace el Amor. ¿Qué retos no podríamos superar cuando admiramos a alguien (porque su ejemplo nos empuja hacia delante) o cuando nos sentimos amados y por lo tanto admirados (y entonces nos sentimos invencibles)? La admiración genera siempre una magia. Es un acto transmutador, pues desvela el potencial luminoso contenido en todos los seres (humanos, seres vivos, objetos, acontecimientos etc.) que nuestra mirada amorosa enfoca. Y si fuésemos seres incapaces de admirar, ¿hubiese existido el arte? ¿la música, la escultura, la filosofía? ¿La danza, la amistad, la familia? La magia del arte y de la vida es producto de este divino sentimiento.
Creemos por costumbre que se admira algo porque es digno de admirar, cuando en realidad las cosas se vuelven dignas de admirar porque alguien las mira con admiración. Admirar es revelar la esencia escondida, con fe abolusta. La educación actual, que esta experimentando una crisis profunda de valores y metodología, se ha olvidado por el camino de enseñar esta magia. Y la educación de mañana será una educación en admiración…o no será. Educar a toda una generación de niños a volver a mirar al mundo con los ojos del niño durante toda su vida es la mejor forma de generar una cambio profundo de valores. Es el primer capítulo de una educación en Amor.


  Hablando de amor, he aquí una breve narración sobre el origen de la admiración. Todo mito encierra bajo los velos de su historia y de sus imágenes la fuerza filosófica del símbolo, el cual nos habla de algún tipo de conocimiento profunda sobre la vida o sobre el hombre. Lejos de ser meras historias, son discursos sobre la realidad que no podrían dejarse atrapar mediante simple palabras o conceptos y que necesitan de la intuición para ser comprendidos.
Un ejemplo de ello, y que nos habla justamente de la magía de la admiración, es el mito de la creación de la humanidad en el antiguo Egipto.
    Cuenta el mito que cuando todavía no existía nada manifiesto, el dios creador (atum-ra) “salio” del caos primordial (“nun”) e imagino el universo, como lo hiciera un pintor o escultor. Su imaginación creadora se corporizó y así nació el cosmos, las galaxias, estrellas, planetas y infinidades de seres vivos. Cuando hubo terminado esta obra maestra y que todos los astros y seres empezaron a moverse con armonía, orden vida y belleza (las diosas “shu” y “maat”) se paro para poder contemplar y admirar lo que había realizado. Se conmovió tanto, su corazón se irradio con tanta admiración y sensibilidad artística, que lloro. Una delicada lágrima cayo de sus ojos radiantes y sabios…cayó lentamente hacia abajo…y cuando al fin toco esa lágrima de entusiasmo, amor y contemplación la tierra, nació la humanidad. Los primeros hombres fueron los hijos de las lágrimas del dios creador cuando ese contemplo la belleza de su propia creación. ¿Si somos hijos del asombro y del amor por la belleza, ¿cómo no vivir así nosotros también? Este pensamiento, tan proprio de la cosmovisión y cosmogonía egipcia ha desaparecido en gran medida en nuestra época.

  Quizá el reto más grande de todos sea aprender a admirar no solamente los arboles y pájaros o la música y a percibir lo “divino” en ellos, sino también hacer lo mismo con nosotros mismos y con los demás. Las falsas mascaras de nuestro yo, nuestros miedos y cicatrices, apegos e ignorancias, cayerian al suelo si tuviésemos la intensión amorosa y firme de contemplarnos a nosotros mismos y a los demás con los ojos del niño, con los ojos de “dios”. La crisis de individualismo, que se ha extendido hasta al ámbito religioso y “espiritual” (donde se busca un camino individual de despertar, sin compromiso y separado del resto de mundo) se podría beneficiar de una buena dosis de esta sincera y autentica admiración.


“Amo el canto del cenzontle,

pájaro de cuatrocientas voces.

Amo el color del jade

y el enervante perfume de las flores,

pero más amo a mi hermano: el hombre.”

Nezahualcóyotl




Quizá, y solo quizá, podríamos dejar de lado los conflictos, individualidades, serparatividades, juicios y etiquetas que nuestra mente ignorante con tanta facilidad genera y que dieron nacimiento a las problemáticas que tenemos como humanidad, como las guerras, luchas de poder, desigualdades, violencia de género y hacia la naturaleza etc.


Mirarnos a nosotros y entre nosotros, humanidad compartida, hermanos y hermanas de un mismo sendero existencial con la mirada luminosa, será el gran reto existencial de este siglo y de los próximos.  Pero no podremos generar esta admiración hacia fuera si no somos capacees de generarla primero hacia nosotros mismos.
Cuando se logre, volveremos a encontrar una fuerza motora inmensamente poderosa que nos inspirará a mejorarnos a nosotros mismos, a trabajar con nuestras sombras para integrarlas y recordar que la obra que nos corresponde perfeccionar como seres humanos es, como decía Plotino, “nuestra propia estatua interior”. 

 

#InPerfecto