#InPerfecciones
En realidad, El Silmarillion en sí es el cuerpo central del libro, pues el volumen incluye otras obras cortas. Tolkien no sólo refleja su amor por los mitos, cuentos y leyendas, sino también su vena romántica.
Elena Machado Sophia escuela de sabiduría práctica
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En realidad, El Silmarillion en sí es el cuerpo central del libro, pues el volumen incluye otras obras cortas. Tolkien no sólo refleja su amor por los mitos, cuentos y leyendas, sino también su vena romántica. Es de todos sus fans conocido que en uno de los capítulos más bellos, la historia de amor de Beren y Lúthien, plasmó Tolkien las muchas dificultades que debieron enfrentar su esposa y él antes de poder unir sus vidas. Si alguien visita sus tumbas se encontrará con esta inscripción: Edith Mary Tolkien, Lúthien, 1889 – 1971. John Ronald Reuel Tolkien, Beren, 1892-1973.
También vienen detallados mapas de todos los lugares descritos, genealogías de los principales personajes, apuntes sobre la correcta pronunciación de las palabras, un completo índice de nombres (para seguir la pista a los innumerables personajes que andan y respiran en el libro) y un apéndice sobre la lengua Eldarin.
Que todo El Silmarillion esté escrito con tanta riqueza de detalle, es gracias a que los elfos son inmortales, pudiendo así narrar en primera persona hechos ocurridos ya en la Primera Edad de la Tierra Media, miles de años atrás. A diferencia de El Señor de los Anillos, que está narrado a través de los ojos de los hobbits, El Silmarillion está narrado a través de los recuerdos de los elfos; de hecho los hobbits no aparecen, pues es una raza posterior a la Primera y Segunda Edad de la Tierra Media. En ellos el hombre es una figura casi secundaria; el tono mítico de los primeros relatos cambia con la aparición del hombre o los «Segundos Nacidos», volviéndose la narración más tipo cuento o leyenda, como si se tratara de hechos históricos más cercanos a nosotros. Como todo texto mitológico, El Silmarillion no sólo nos cuenta el origen divino del mundo, sino que narra «la Caída» -algo que también encontramos en las más profundas tradiciones de todos los pueblos-, primero de los elfos y luego de los hombres, que por sus malas acciones pierden la divina isla de Númenor (Atalantë en lengua élfica), regalo de los dioses a las tres casas de los hombres que lucharon junto a los elfos contra el Señor Oscuro al final de la Primera Edad. El don que el supremo dios otorga a los hombres es la mortalidad, la libertad de los círculos del mundo, mientras que el de los elfos es ser inmortales para ayudar a los dioses a llevar a Arda (la Tierra) a su pleno florecimiento, pues están atados a su destino. Deben enseñar y abrir el camino de «los Seguidores» (los hombres) para irse desvaneciendo de este mundo a medida que los hombres crecen y se hacen fuertes. En un fragmento del libro se explica que Dios «quiso que los corazones de los hombres buscaran siempre más allá y no encontraran reposo en el mundo; pero tendrían en cambio el poder de modelar sus propias vidas, entre las fuerzas y los azares mundanos, más allá de la música de los Ainur, que es como el destino para toda otra criatura; y por obra de los Hombres todo habría de completarse, en forma y acto, hasta en lo último y lo más pequeño». Pero con el paso del tiempo el hombre olvida las enseñanzas, olvida que la mortalidad es en realidad un don y comienza a temer a la muerte. Ese miedo es aprovechado por Sauron, que corrompe a los hombres de Númenor y los inicia en la magia negra hasta que terminan rebelándose contra los dioses: «Ilúvatar sabía que los hombres, arrojados al torbellino de los poderes del mundo, se extraviarían a menudo y no utilizarían sus dones en armonía, y dijo: También ellos sabrán, llegado el momento, que todo cuanto hagan contribuirá al fin sólo a la gloria de mi obra». Tolkien incluye así su visión de un enigma muy antiguo, en el que multitud de filósofos y místicos han reflexionado, escrito y hablado a lo largo de miles de años: hasta qué punto el destino está escrito o por escribir, o lo que es lo mismo: predestinación o libre albedrío.
Como castigo a esta rebelión, Arda es asolada por diversos cataclismos y la isla de Númenor es devorada por las aguas y desaparece de la historia, lo que nos remite al mito platónico de la Atlántida. Después de esto, los Valar -los dioses- y el Reino Bendecido en el que habitan, desaparecen del mundo visible; marcando el comienzo de la Segunda Edad, en la que todo el mundo conocido ha cambiado, Arda se ha vuelto curva y finita, salvo por mediación de la muerte. Sólo los elfos pueden todavía encontrar el «camino recto» que lleva al reino sagrado de los Dioses. En el libro no se explica plenamente la naturaleza de los magos, pero nos deja entrever que tienen la misión de estar cerca de los enemigos del Señor Oscuro para estimular su valor y su inteligencia a la hora de enfrentar al mal, pues son enviados de los Valar, que no olvidan a los «Segundos nacidos», aunque los hombres hace ya mucho que los han olvidado.
Tolkien amaba el pasado del hombre, porque en él veía la solución a todos los males que estaban asolando el mundo. Él vivió en carne propia la Segunda Guerra Mundial; en ella perdió a muchos de sus mejores amigos, aquellos jóvenes idealistas como él, que soñaban con cambiar las cosas. Rescatar del olvido una mitología para su pueblo, que en un principio fue pensada para los ingleses y luego para toda Europa, fue en cierta forma una tarea que emprendió en su memoria. Él trata de hacernos recordar, pues lo que el hombre olvida está condenado a repetirlo una y otra vez. Nos recuerda que el Señor Oscuro existe y es capaz de disfrazarse de múltiples formas para confundirnos, tal como hace en El Silmarillion. La luz de Valinor (los dioses) también existe, y aunque aparentemente está fuera de nuestro alcance, tiene la misión de cuidar de nosotros, y periódicamente envía sabios como Gandalf para animarnos a enfrentarnos a nuestras dudas y miedos y vencerlos. Los héroes del El Silmarillion lo consiguen ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros?
Elena Machado