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840 millones de personas padecen hambre crónica en un mundo cuyos avances tecnológicos producen alimentos más que suficientes.
Javier Vilar, Fundador de Sophia, Escuela de Sabiduría Práctica / Fundación Sophia México
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El pasado 16 de octubre se conmemoró el 58 aniversario de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) bajo el lema del Día Mundial de la Alimentación.
Según los datos publicados en el diario Última Hora, en su editorial «Todos contra el hambre» (21/10/03), nada menos que 840 millones de personas padecen hambre crónica en un mundo cuyos avances tecnológicos producen alimentos más que suficientes.
Según el citado artículo «la cumbre de Roma sobre la alimentación, celebrada en 1996, se fijó como objetivo reducir esta cifra a la mitad alrededor del año 2015. A la vista de lo que está ocurriendo, dicha meta se perfila hoy como inalcanzable».
También el 25 de noviembre se celebra el Día de los sin techo y según Cáritas cerca de 30.000 personas en España yacen actualmente sin hogar. A su vez, el 11 de diciembre se celebra el Día Internacional del Niño, bajo el lema «Amor y cuidado»; pero lamentablemente, a pesar de todas estas loables iniciativas, actualmente existen millones de niños en nuestro planeta que jamás llegarán a la edad adulta, y gran parte de los que lo consigan lo harán en estado de desnutrición o subdesarrollo.
Por otra parte, según los datos aportados por el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial, el número de catástrofes naturales ha ido aumentando progresivamente en los últimos años (especialmente durante la década de los 90), de tal forma que de 1981 a 2001 el promedio de catástrofes se ha multiplicado por cuatro, pero el panorama se agrava aún más, si cabe, cuando vemos que el 87% de ellas han tenido lugar en los países más pobres, destacando principalmente Asia, con un 41%, seguida de África con un 30% y Latinoamérica con un 16%.
Sin embargo, resulta paradójico constatar que pese al terrible azote que supone la incidencia mayoritaria de estas catástrofes naturales sobre los pueblos más desfavorecidos del planeta, la ayuda alimentaria de emergencia ha descendido en los últimos años alrededor de un 25%.
En 1995, la ONU acordó en Copenhague reducir a la mitad la extrema pobreza respecto al nivel de 1990, y para ello, los países miembros se comprometieron a destinar hasta el 0’7% del PIB en programas de desarrollo; sin embargo, pese al llamamiento de la FAO realizado en junio de 2002, hoy los países industrializados destinan tan sólo alrededor del 0’22% de su producto interior bruto, y si bien es cierto que Europa ha decidido recientemente aumentar su aportación y que España concretamente, suele destacar por su participación activa en las iniciativas del voluntariado internacional, duele reconocer que a nivel internacional las medidas adoptadas hasta ahora son del todo insuficientes para paliar el hambre en el mundo.
No cabe duda que a comienzos del siglo XXI nos hallamos pues ante una paradójica situación mundial: por un lado nunca la humanidad había alcanzado tan alto grado de desarrollo en ciencia, tecnología y medios de transporte y comunicación, sin embargo, paralelamente a ello, millones de personas padecen hoy el azote del hambre y la pobreza, y carecen de techo bajo el que cobijarse; una gran parte de ellos son niños y jóvenes que no tienen acceso a una mínima educación elemental, y otros muchos son adultos a los que la vida les niega el derecho fundamental que tiene todo hombre a poder vivir dignamente del honrado fruto de su trabajo.
Todos estos problemas unidos al imparable aumento de la población mundial -especialmente en los países en vías de desarrollo- que según la FAO crece a un ritmo de 77 millones de habitantes por año, enmarcan el triste escenario de una crisis mundial que afecta directamente a gran parte de Asia, África y Latinoamérica, es decir, a los dos tercios de la población mundial.
Pero el caso es que no es una cuestión de escasez de recursos naturales, como a simple vista pudiera parecer, pues todos los estudios realizados indican que la Tierra posee los recursos suficientes como para abastecer a los 6.100 millones de ciudadanos que la habitan.
Por otro lado, la causa tampoco está en los medios de producción, pues contamos con una tecnología lo bastante avanzada como para cubrir sobradamente las necesidades alimenticias del planeta; por tanto no nos queda otra opción que preguntarnos: ¿a qué tipo de crisis nos estamos enfrentando y cuáles serían entonces las verdaderas causas del problema? Ante esta disyuntiva existen dos actitudes posibles: encarar valientemente el problema dispuestos a hallar soluciones, o bien podemos optar por el cómodo recurso del avestruz y mirar para otro lado con discreto disimulo, pero esta actitud que en gran parte ha sido la causante de la actual situación mundial, contradice toda lógica, toda ética y toda solidaridad, y se halla completamente fuera de lugar en un momento histórico en el que desde muy diversos sectores de nuestra sociedad, se está realizando un gran esfuerzo, tanto por parte de instituciones públicas y privadas como de los particulares, para promover sanas iniciativas de acción social y ayuda humanitaria, que a través de la aportación económica, las campañas de concienciación y el voluntariado activo, ayuden a paliar la actual crisis mundial.
No, ahora no es momento de mirar hacia otro lado, sino de abrir los ojos a la realidad vital de nuestra aldea global, de gestionar recursos eficazmente, de arrimar el hombro generosamente y de tender una mano abierta y solidaria a quienes más la necesitan, pues sólo así podremos ser considerados legítimamente como ciudadanos del mundo.
Javier Vilar