1968, EN LA MEMORIA DE MÉXICO
Era la despedida de los atletas y de los Juegos Olímpicos. Una serie de imágenes con el multicolor desfile, el andar de banderas, los cadetes, las bandas de música, los himnos; se reviven los recuerdos de las grandes hazañas
Eduardo Morales
dorado.deportes@inperfecto.com.mx
Cien mil almas vivieron un instante inmortal en la grandiosa fiesta, cien mil bailaron en el templo mágico del Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria como si fuesen uno solo, ¡todos, pues no cabía ni un alfiler! Ni tampoco de alegría y felicidad el territorio mexicano.
El País convulsionó, con asesinatos y brotes de violencia, pero por un momento, ésta vez coinciden los destinos de cien mil personas; durante poco más de una hora, esas cien mil almas de todas las razas, de todas las lenguas, de todas las religiones y tendencias políticas, hombres y mujeres, niños, adolescentes, adultos, ancianos se transformaban en uno, en energía feliz y nostálgica al mismo tiempo.
Era la despedida de los atletas y de los Juegos Olímpicos. Una serie de imágenes con el multicolor desfile, el andar de banderas, los cadetes, las bandas de música, los himnos; se reviven los recuerdos de las grandes hazañas, los episodios ilustres que se conservarán por siempre en la memoria hasta nuestros días, y ahí estaban los grandes campeones, los héroes Bob Beamon con su despegue de águila, Mamo Wolde el devorador de kilómetros, Jim Hines, la Bala humana, el soviético Leonid Zabotinsky, la Montaña, el creativo y revolucionario “ Saltapatrás” Dick Fosbury, Roland Matthes, que se adelantó una década en el estilo de dorso, los nueve metales mexicanos, etc.
Cuando cesó el estruendo de aplausos y alaridos, el presidente del Comité Olímpico Internacional Avery Brundage, desde el centro del campo, exclamó: “Declaro terminados los juegos de la XIX Olimpiada e invito a la juventud del mundo a reunirse, en cuatro años, en Munich, para la celebración de los Juegos de la XX Olimpiada.”
Y de momento ¡se desbarataba el orden en la pista olímpica! Se rompía el formalismo. Hubo una desbanda de atletas, los que escribieron la historia de los Juegos Olímpicos invadían la pista y se fundían con las numerosas delegaciones representativas de los 112 países. El desfile se transformaba en un caos festivo. Corren las edecanes con los atletas y parte del público abandonaba ya las tribunas, hubo quien salto las vallas para unirse a la fiesta. Estalla el júbilo. Saludos, besos, sonrisas de alegría se mezclaron con la tristeza. Se toman de la mano, intercambian saludos. Y aquel africano de blancos dientes extiende su túnica blanca con sus largos brazos amistosos que abrazaban al estadio y al planeta, y a las estrellas y al universo; aparece y desaparece en la multitud, por aquí y por allá.
Jamás se había presenciado en una clausura algo semejante. Fue el sello de la época, el sello de México. Fácilmente unos 700 millones de espectadores presenciaban la grandiosa fiesta a través de la pantalla de cristal de la televisión, pues era la primera vez que los Juegos Olímpicos se transmitían en directo al mundo por vía satélite. Dicen que hasta se formó un camino o puente que poco importó el idioma, unidos todos, unidos fraternal y espiritualmente en el lenguaje universal del deporte, a través de su esencia, por la transmisión de alegría y de paz. Fue el adiós más sentimental y cálido que nunca jamás se haya presenciado en unos Juegos Olímpicos por aquellos días.
¡Una Afición enloquecida, embriagada de armonía, de paz y felicidad, todo los hombres y las mujeres del mundo fueron, aquel domingo 27 de octubre, un solo ser! Mar de pañuelos se agitaron en la tribuna, Las Golondrinas, los fuegos artificiales, racimos de enormes y crecientes hemisferios rojos, plata, azules, violetas, esmeraldas, desgarraron el firmamento, los mariachis tocaron el Son de la Negra, “ojos de papel volando…, con su rebozo de seda que le traje de Tepic…”. El toque de silencio habrá conmovido al Valle de Mexico, lágrimas, suspiros; en la oscuridad de la noche la extinción del fuego de Olimpia helénica fue gradual, lenta. Todo tiene un principio y su fin. En el tablero Múnich 72 y Beethoven y la Oda a la Alegría de Schiller tocaron e iluminaron el corazón y el espíritu. Terminó la fiesta, la responsabilidad y 100 mil almas no se querían retirar del estadio como queriendo atrapar aquel instante vivo, emotivo, y cambiarlo en eternidad actual. Y al apagarse la llama el grito seguro que resonó en un inmenso lamento.
Creo que nadie que vivo aquel día en directo podrá jamás olvidar lo que aconteció en Ciudad Universitaria. Menos aún los deportistas que despidieron con vítores y lágrimas a sus amigos”…, “¡al Final… Qué oscuro silencio, qué silenciosa oscuridad!”… así es amigos InPerfectos, yo solo cierro los ojos, para imaginarlo; Y… Adiós. Que siempre decir adiós desgarra y se lleva algo de nuestro ser”.
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