#InPerfecciones
Sentí que en los hombres solo tengo dos efectos: miedo, o rechazo. Si bien me va, me ven como una fuente de información, pero nunca de deseo.
Karla Soledad / @kasoledad
k28soledad@gmail.com
El feminismo es un arma de doble filo. De inicio nos abre un mundo de nuevos conocimientos y nos deslumbra con un mar de teorías y corrientes, pero nadie nos advierte de lo expuestas que quedamos una vez que empezamos a militarlo.
Cuanto más conocemos, más nos enganchamos, más nos emocionamos y más queremos participar en el feminismo. Sin embargo, después del asombro viene la deconstrucción. Y a ese proceso lo acompaña un gran temor por alejar a las personas a medida que nos hacemos menos complacientes, más políticas, y más radicales. Llega un punto en que nos aterra que se cumpla esa profecía que tantas veces hemos escuchado: si sigues así, te vas a quedar sola.
Y es que una vez que conocemos el feminismo no hay manera de volver atrás. Para muchas de nosotras, es algo que cambia tan profundamente nuestra manera de ver el mundo, que se convierte en el principal parámetro para analizar lo que pasa a nuestro alrededor y hacernos de una opinión al respecto.
Al principio nos acercamos al feminismo temerosas. Escuchamos las voces de las mujeres conocedoras, seguimos cuentas feministas que publican contenido en redes sociales, y pasado un rato nos animamos a compartirlos. Casi siempre, el siguiente paso es empezar a hablar de feminismo con las personas cercanas a nosotras, dándonos cuenta con quiénes sí y con quiénes no podemos hacerlo. Finalmente, hay un punto en el que decidimos llevar nuestra voz fuera de nuestros círculos cercanos y hablar de feminismo públicamente.
A veces no somos conscientes de lo que significa expresarnos de manera abierta y todo lo que puede venir a consecuencia de ello. Lo hacemos porque todo aquello que el feminismo nos deconstruye provoca una catarsis tan fuerte que la mejor manera para desahogarnos es compartiendo nuestras historias, nuestros cuestionamientos o simplemente nuestra rabia.
Una vez que nos aventuramos a utilizar nuestras redes sociales como plataformas para militar en el feminismo y alzar la voz, recibimos comentarios positivos, agradecimientos e incluso felicitaciones, siempre y cuando nuestra crítica vaya acorde a lo que las personas piensan. Sin embargo, en el momento en que empiezan a considerarnos muy extremistas, las reacciones cambian.
Recibimos mensajes de personas que ágilmente desvirtúan nuestros discursos, llevándolos a temas completamente distintos. Recibimos mensajes de otras personas que encuentran un deporte en cuestionarnos y les encanta respondernos con argumentos como “pero no siempre/pero no todos”.
La semana pasada publiqué una columna que se volvió controversial en mi red cercana, recibí tanto comentarios positivos, como ataques y cuestionamientos. Aunque los positivos me hicieron sentir segura de mi postura, los comentarios negativos desataron ese temor a la soledad que no había sentido nunca en todo el tiempo que llevo militando en el feminismo.
¿Será que estoy exagerando? ¿Será que me estoy expresando muy agresivamente? ¿Y si estoy alejando a las personas? Un pensamiento siguió al otro, y como perfecta overthinker que soy, me enredé en una maraña de teorías conspirativas sobre mí misma.
Empecé a pensar que, para mi mala suerte, me siguen gustando los hombres, y al expresarme públicamente sobre feminismo puedo estar alejándolos. Me sentí la mujer menos deseable del mundo. Y luego me sentí como una vergüenza para el feminismo por sentirme de esa manera.
Sentí que me convertí en la morra feminista a la que escuchas cuando tienes ganas, pero te saltas sus stories porque ya sabes que solo habla de eso y pues, qué hueva. Sentí que en los hombres solo tengo dos efectos: miedo, o rechazo. Si bien me va, me ven como una fuente de información, pero nunca de deseo.
En pleno lunch break me dio un ataque de ansiedad y comencé a escribirle a mis amigas y algunos de los grupos feministas de confianza que tengo en Whatsapp. “Morras, tengo miedo de convertirme en la señora de los gatos”, “Morras, me cagan los hombres pero no quiero alejarlos”, “Morras, ¿creen que soy muy agresiva en mis discursos?”
Solo fueron necesarios algunos algunos minutos de leer las respuestas de todas estas mujeres para calmarme, retomar la seguridad en mi misma y aplaudirme por la valentía que tengo al expresar públicamente mi postura feminista. Al final de aquel día me di cuenta de dos cosas: el gran poder de la sororidad, y la importancia de abrazar mi soledad.
El poder de la sororidad está en el acompañamiento. Tejer relaciones de confianza y vulnerabilidad con otras mujeres es el mejor antídoto contra el veneno patriarcal que nos acosa diciéndonos que le bajemos dos rayitas a la intensidad si no queremos quedarnos solas.
En la soledad nos descubrimos, nos cuestionamos, nos desapegamos y nos reconstruimos. Como dice la infalible y siempre puntual Marcela Lagarde: La autonomía requiere convertir la soledad en un estado placentero, de goce, de creatividad, con posiblidad de pensamiento, de duda, de meditación, de reflexión.
Llevamos mucho tiempo endulzando nuestra manera de decir las cosas. Llevamos mucho tiempo preocupándonos por ser objetos de deseo. Llevamos mucho tiempo hablando en voz baja temiendo que nuestros discursos alejen a los demás. Llevamos tanto tiempo rechazando la soledad que no nos damos cuenta que en ella, florecemos.
Fotografía de Libertha Fotografía