#InPerfecciones
No significa que me esté haciendo la difícil y no significa que necesito más alcohol para cambiar de opinión.
Karla Soledad / @kasoledad
k28soledad@gmail.com
Siempre me molestó que cada vez que nos veíamos, era en su departamento. No era una regla escrita, pero siempre había una excusa para que fuera yo a visitarlo a él. De alguna u otra forma yo terminaba accediendo, excusándome conmigo misma usando pretextos como “bueno, así no tengo que limpiar yo” o “es más cómodo así porque él vive solo”. A pesar de sentirme molesta e incómoda, siempre me había sentido segura. Hasta ese día.
A pesar de que habíamos tenido sexo un par de veces antes, aquel día yo estaba segura de no quería llegar a ese punto de nuevo. Éramos buenos amigos y, a pesar de que por un tiempo salimos, yo había decidido terminar ese vínculo y retomar la amistad. Después de la complejidad emocional que tal ruptura representaba, ahí estábamos: dos personas intentando reconstruir su relación como amigos, compartiendo una botella de mezcal y un six de cervezas.
Yo preferí no tomar mezcal, me limité a tomar cerveza y un par de cubas con Captain Morgan. Shot tras shot de mezcal, me di cuenta que él se había bebido media botella solo. y aunque no me extrañó porque sabía que le encantaba, algo en mi me hizo pensar que el alcohol podía desatar conversaciones incómodas en terrenos que yo ya no deseaba pisar.
Durante toda la tarde, él me tiró indirectas e insinuaciones que yo preferí ignorar, pero que me hicieron sentir incómoda. Tal vez yo era la única persona ahí con intenciones de convivir como amigos. En su playlist sonó una salsa y me invitó a bailar. Dudé en tomar su mano, pues entre el alcohol y sus comentarios, me pareció que tener contacto físico sólo alentaría su acercamiento. Pero bailamos.
Él seguía bebiendo y, en un punto, me di cuenta que de esa botella de mezcal solo quedaba un sorbo. No parecía borracho, pero su comportamiento era diferente. Estábamos de pie y me pidió un abrazo. Dudé de nuevo. Pero nos abrazamos. Yo quise romper el abrazo separándome de él, pero no podía. Sus brazos no me soltaban y su postura no cedía. Con su mano tomó mi barbilla y ejerciendo fuerza con ella y apretando su cuerpo hacia mí, me besó. Lo detuve. Le dije que no quería. Nos separamos.
La misma escena se repitió en otras dos ocasiones. Él pidiéndome un abrazo inofensivo, yo dudando, él insistiendo, y yo aceptando nerviosa. Ya abrazados, yo separándome, él buscándome la cara, yo ocultándola, y él forzándose sobre mí de nuevo.
Harta e incómoda, decidí irme. Le dije que tenía que marcharme. Me pidió que no me fuera e insistió durante un largo rato. Como llevaba a mi perrita conmigo, sabía que me tomaría al menos 5 Ubers y 15 minutos lograrlo. Cada vez que un Uber me cancelaba, él me insistía pidiéndome que me quedara. No quería dejarme ir. Me senté en el sillón y él, creo que indignado, se metió a su recámara. No fue sino hasta ese momento en que sentí miedo. Miedo real. Por mí, por mi integridad física, por mi vida.
Ahí, sentada en el sillón, comencé a voltear constantemente y de reojo hacia la puerta de su cuarto que quedaba a mis espaldas. El miedo que me invadía me hizo imaginar lo peor, temiendo que en cualquier momento él saliera corriendo de su pieza con algo para golpearme la cabeza y retenerme ahí, con él.
Ahí, sentada en el sillón de una persona en quien confiaba, me sentí nerviosa. Ahí, a unos metros de un hombre con quien me sentía segura y protegida, quise huir. Ahí, en el departamento de una persona con quien podía hablar abiertamente sobre feminismo y violencia machista, sentí miedo. Ahí, junto a un buen amigo, temí por mi vida.
Aproveché que él estaba en su recámara para escribirle a dos personas, un amigo y una amiga, el mismo mensaje: “Este wey no quiere dejarme ir, estoy pidiendo el Uber, te aviso cuando vaya de camino, porfa quédate pendiente de tu cel”. Creo que la imagen que tenía de él y la confianza que le tenía se desmoronaron en el instante en que me di cuenta de lo jodido que estaba que hubiera tenido que mandar esos mensajes.
Después de 20 minutos de ansiedad y desesperación, logré que un Uber me dejara subir con mi perrita. En el pasillo de salida uno de mis amigos me marcó, “todo bien, ya voy de salida”. Colgamos. Él me acompañó a la calle y nos separamos. Ya en el coche, no dejé de llorar en todo el camino de regreso.
No es no. No significa que me esté haciendo la difícil. No significa que necesito más alcohol para cambiar de opinión. No significa que quiero que insistas. No quiere decir que puedes convencerme. No te da permiso de chantajearme ni te da permiso de forzar tu cuerpo sobre mí.
No es no. Y no es justo que yo tenga que ceder por miedo a que me hagas daño. No es justo que tenga que quedarme callada. Yo tendría que sentir la libertad de decirte, ahí mismo, que lo que estás haciendo me incomoda. Y no está bien que no pueda hacerlo porque al hacerlo quedo expuesta. ¡No es justo que mientras tú insistes yo tiemblo!
No es no. Y no somos nosotras las que tenemos que aprender a cuidarnos. No somos nosotras las que tenemos que caminar el mundo con más cuidado. No tenemos porqué vivir con miedo. Son ustedes los que tienen que aprender a lidiar con el rechazo y deconstruir sus impulsos violentos. Son ustedes los que tienen que cambiar. Porque a ustedes les cuesta un ego herido, a nosotras nos cuesta la vida.
Fotografía de @matilde.po