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Punyabíes-mexicanos: la cultura que surgió en EE.UU. de la improbable unión de hombres del norte de India con mujeres de México

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Eran punyabíes-mexicanos, una comunidad étnicamente mixta que floreció en las primeras décadas del siglo pasado en las zonas agrarias del suroeste de Estados Unidos.

 

 

Con información de BBC NEWS

“Me rodearon durante el receso, serían unas siete u ocho compañeras de clase. Habían inventado una canción, una rima fea con mi apellido, y la coreaban mientras yo trataba de apartarlas con los codos”.

Amelia Singh Netervala tiene hoy 89 años, pero el tiempo no ha borrado el doloroso recuerdo de aquella escena vivida en el patio del colegio, cuando cursaba tercero de primaria en una zona rural al sur de Phoenix, en Arizona (suroeste de EE.UU.).

“Son cosas que te quedan dentro para siempre”, le dice a BBC Mundo en su casa en un barrio del oeste de Los Ángeles, en California.

“No tuve ninguna amiga mexicana. Nunca me aceptaron”, añade, para dejar claro que no solo era diferente a ojos de la población blanca, sino también a los de la minoría predominante.

Y es que su nombre no era lo único que la diferenciaba del resto de alumnas. Lo hacían también el idioma de su padre, Jiwan Singh, originario del sur de Asia, y los currys, las parathas y el dal que su madre, Rosa, nacida al otro lado de la frontera, en el estado mexicano de Chihuahua, preparaba con tanta destreza como los frijoles pintos, las enchiladas o los tamales.

Como buena católica, Rosa llevaba a Amelia y a sus cuatro hermanos a misa cada domingo mientras el patriarca esperaba en el carro. Pero la familia también cumplía con la travesía anual de cinco horas para llegar a la gurdwara o templo sij de El Centro, un pueblo fronterizo en el valle Imperial de California.

Eran punyabíes-mexicanos, una comunidad étnicamente mixta que floreció en las primeras décadas del siglo pasado en las zonas agrarias del suroeste de Estados Unidos, sobre todo en California, como consecuencia de unas leyes racistas y unos improbables paralelismos culturales.

De Punyab a San Francisco
Entre finales del siglo XIX y principios del XX llegaron a los puertos de la costa oeste estadounidense cientos de hombres desde Punyab, en aquel entonces —y hasta 1947— provincia bajo control británico, hoy región dividida entre India y Pakistán.

No fueron los primeros inmigrantes procedentes de Asia; seguían la estela de los pioneros chinos, japoneses, coreanos y filipinos, una “mano de obra barata que hizo posible el inicio y el desarrollo de la agroindustria a gran escala”, sobre todo de California.

Así lo explica Karen Leonard, profesora retirada de Antropología en la Universidad de California en Irvine, en su libro Making Ethnic Choices: California’s Punjabi Mexican Americans (“Tomando decisiones étnicas: los punjabíes mexicano-estadounidenses de California”, 1994).

Expertos en labores de campo, los punyabíes se adaptaron rápidamente a la vida en las comunidades rurales y se establecieron principalmente en el valle Imperial de California, al este de San Diego, una zona fronteriza con México.

Otrora desierto, el desvío del agua del río Colorado y un innovador sistema de regadío, el más ambicioso del hemisferio, habían convertido este valle en una fértil cuenca.

Desde allí, algunos siguieron las rutas que marcaban las cosechas hacia el norte del estado, echando raíces en los alrededores de Yuba City o Fresno. Otros, los menos, cruzaron hacia la vecina Arizona, Nuevo México, Utah o Texas, donde se asentó el padre de Amelia, quien había desembarcado en 1906 junto con su hermano en San Francisco.

Pero a pesar de sus múltiples habilidades, estos recién llegados no siempre fueron recibidos con los brazos abiertos.

En 1909 un supervisor de la Comisión Federal de Inmigración los describió, según recoge Leonard en su libro, como “los menos deseables o, mejor, los más indeseables de todas las razas asiáticas que jamás pisaron nuestro suelo”.

“El hindú y sus hábitos y por qué se le debería prohibir de inmediato desembarcar en California”, decía el titular de un artículo publicado en 1910 por el diario local Holtville Tribune.

Lo de “hindú” no hacía referencia a su religión, ya que la mayoría de estos hombres eran seguidores del sijismo, sino a Indostán, el nombre histórico de la región del subcontinente indio que comprendía a las actuales India, Pakistán, Bangladesh, Sri Lanka, Maldivas, Bután y Nepal.

Ese mensaje lo repetía una década después, en 1920, un reporte de la Junta de Control Estatal de California: “Su falta de higiene personal, su baja moral y su adhesión ciega a teorías y enseñanzas tan completamente repugnantes a los principios estadounidenses lo hacen inadecuado para asociarse con el pueblo estadounidense”.

“Al poco de llegar al país mi padre se afeitó la barba, se cortó su largo pelo y se quitó el turbante”, una decisión que tomaron muchos sij para sortear los señalamientos, explica Amelia — “cabeza de trapo”, les llamaban—. “No así mi tío, quien se mantuvo como un verdadero sij durante toda su vida”.

Pero la discriminación no fue solo de palabra. También se encontraron con espacios públicos segregados -como escuelas, restaurantes, hoteles, teatros y piscinas municipales-, con “sectores para extranjeros” en poblados y ciudades, y con leyes que limitaron sus posibilidades de moverse libremente o desarrollarse en el país.

Es el caso de la Ley de Tierras para Extranjeros de California de 1913, que prohibía adquirir en propiedad o arrendar terrenos a los forasteros que no podían aspirar a la ciudadanía, entre ellos los chinos, japoneses, coreanos y los llegados del Punyab.

Se trató de una norma que muchos lograron sortear a base de contactos, la creación de asociaciones, el uso de prestanombres y otras maniobras.

En 1917, la Ley de Inmigración cerró las puertas a aquellos procedentes de Asia y el Pacífico.

Con ello, quienes habían dejado atrás a esposas e hijos con la esperanza de traerlos a EE.UU. algún día, tuvieron que elegir entre visitarlos y arriesgarse a no poder entrar de nuevo al país, o quedarse y no volverlos a ver.

Algunos optaron por regresa y otros por intentar construir una nueva vida en la nación que los había acogido.

Matrimonios mixtos
Era una época en la que las leyes no solo establecían quién podía entrar al país o tener propiedades, sino también con quién uno podía casarse.

De hecho, el matrimonio interracial no fue legal en todos los estados de EE.UU. hasta después de un fallo de 1967 de la Corte Suprema, que consideró inconstitucionales las llamadas leyes “antimestizaje”.

Así que aquellos primeros inmigrantes, ante la falta de compatriotas en el país entre las que buscar esposa y la imposibilidad de casarse con mujeres blancas o de estirpe anglosajona, empezaron a intimar con estadounidenses de ascendencia mexicana o con mujeres que habían llegado de México a trabajar, como ellos, en el campo y en las granjas.

“La convergencia de las comunidades asiática y mexicana en las zonas fronterizas estuvo influenciada por las redes sociales y las economías políticas de la época”, le explica a BBC Mundo Hardeep Dhillon, profesora de historia en la Universidad de Pensilvania, quien ha estudiado estos grupos.

En las áreas rurales en las que se asentaron los hombres punyabíes la presencia de mujeres de ascendencia mexicana era de larga data, señala la experta.

Sin embargo, “la inestabilidad económica y la Revolución mexicana (1910-1920) llevaron a más familias a mudarse hacia el norte, cruzando la frontera hacia EE.UU.”, prosigue.

Así, “algunas mujeres de ascendencia mexicana entraron en contacto con inmigrantes del sur de Asia a través de sus propios hermanos o padres, quienes trabajaban con estos hombres o para ellos. En otros casos, las propias mujeres trabajaron directamente para ellos, o se produjeron encuentros entre estas dos comunidades en estaciones de tren o comercios locales”.

En esas condiciones se conocieron los padres de Amelia, en los suburbios de El Paso, municipio texano que colinda con Ciudad Juárez, en el estado mexicano de Chihuahua.

“Mi mamá, hija de boticario y con cuatro hermanos, solía visitar a sus primos en Texas y allí se encontraron, en ese lado de la frontera, aunque en aquel tiempo no había allí una frontera como tal”, explica.

De cuándo y cómo fue no tiene los detalles -“siempre que les preguntaba me contestaban: ‘¿por qué lo quieres saber?’-. Lo que sí sabe es que cuando decidieron casarse y fueron a ver al cura para que los uniera en matrimonio, este se negó.

“Luego fueron a una iglesia más pequeña, en el pueblo de al lado, con el mismo resultado. Así que al final acudieron al juez de paz y se casaron por lo civil”, relata Amelia.

“Mi madre me contó que, años después, cuando ya habían tenido dos hijos, una monja se presentó en casa y les dijo que el cura estaba dispuesto a celebrar el matrimonio”.

“‘¿Y ahora para qué?’, le contestó ella. Nunca llegaron a casarse por la iglesia”.

“Según la ley estadounidense, las mujeres de ascendencia mexicana eran consideradas blancas, mientras que los hombres del sur de Asia no”, explica la historiadora Dhillon.

“Algunos tuvieron que viajar a través de varios condados o incluso estados para encontrar un oficiante que reconociera su unión” y les emitiera una licencia matrimonial.

Estas parejas “desafiaron las jerarquías y límites raciales establecidos por las leyes estadounidenses” de la época, subraya la profesora.

Para la década de 1940, apenas existían unos 400 matrimonios de ese perfil en California, de acuerdo a Karen Leonard.

Y Dhillon apunta a otro aspecto legal menos conocido pero que tuvo un gran impacto para algunas mujeres mexicano-estadounidenses: se arriesgaban a perder su ciudadanía -ya fuera de nacimiento o adquirida- al casarse con inmigrantes sin derecho a la naturalización.

Y es que no fue hasta la década de 1930 que EE.UU. reconoció el derecho a la nacionalidad de la mujer independientemente de su estado civil.

“Las consecuencias para estas mujeres fueron graves: algunas dejaron de cruzar la frontera para visitar a sus familiares en México por miedo a que no les fuera permitida la entrada al regreso, a otras se les impidió ejercer sus derechos ciudadanos, como votar”.

Lazos de sangre
Sea como fuere, la comunidad punyabí-mexicana estaba muy unida gracias a sus lazos de sangre.

La profesora Leonard ilustra esto con el caso de la familia Álvarez.

La señora Álvarez, con tres de sus hijas, Antonia, Anna Anita y Ester, y un hijo, Jesús, llegó a California en 1916 a través de El Paso desde México.

Se establecieron en Holtville y empezaron a trabajar recogiendo algodón en el rancho que dos socios punyabíes, Sher Singh y Gopal Singh, tenían arrendado. Antonia y Anna Anita, de 21 y 18 años, acabaron casándose con ellos, que tenían 36 y 37 años.

Pronto una cuarta hermana, Valentina, se les uniría en el rancho. Era algo mayor y trajo consigo a su hija de 14 años, Alejandrina. No pasaría un año antes de que ambas se casaran con Rullia Singh y un amigo de este que había adoptado un nombre estadounidense, Alberto Joe. Y la hermana que quedaba soltera, Ester, haría lo propio en 1919, casándose con Harnan Singh Sidhu.

Fue un patrón, aunque no en la familia de Amelia. Rosa Singh salió de México y nunca más miró atrás.

Sin embargo, su hija recuerda bien la estrecha relación con otras familias mestizas como la suya, la red de padrinos y comadres que tenían, cómo se reunían para celebraciones, más cuando vivían en Texas que cuando se mudaron a Casa Grande, un municipio a unos 80 kilómetros al sur de Phoenix.

“A los hombres punyabíes les gustaba bailar”, recuerda mientras muestra unas fotografías en blanco y negro de una de aquellas veladas. “Solían venir unas dos o tres veces al año, y al atardecer mi madre les ponía música mexicana”.

Afuera, en la escuela, los comercios o el trabajo, predominaba el inglés, pero en aquella casa se hablaba español. “Un español roto”, rectifica. También su padre, de quien apenas aprendió unas palabras en punyabí.

“Sat Sri Akaal, la frase que los sijs utilizan para saludar”, dice haciendo memoria, al tiempo que justifica su olvido por la falta de práctica desde que de adolescente vino a vivir a Los Ángeles.

Fue en la comida donde quizá más se notaba que aquél era un hogar mixto.

“Mi madre siempre nos tenía listos frijoles pintos y moong dal”, un plato a base de lentejas amarillas. “Comíamos curry con pollo y todo se acompañaba de arroz, pero al estilo español no indio, y solía hacer parathas”, unos panes sin levadura típicos del norte de India de apariencia similar a las tortillas pero hechos con harina de trigo integral y un acabado frito.

“Eran recetas que le enseñó mi padre”, cuenta, aunque para Navidad, Año Nuevo y otras fechas señaladas echaban mano de clásicos mexicanos, como el menudo o los tamales de pollo.

También había días de filete o mac and cheese; al fin y al cabo, aquello era EE.UU.

“Era una combinación, más que una fusión gastronómica”, subraya.

Aunque lo segundo también se dio. En el restaurante El Ranchero, que los Rasul abrieron en Yuba City, California, en 1954, la estrella del menú eran unas “quesadillas roti”.

Una historia compleja
Aunque parte del interés reciente sobre esta comunidad se centre en la comida fusión, su verdadera historia es más compleja, advierte Dhillon, y debe ser abordada como tal.

“Existe una tendencia a romantizar las alianzas asiático-latinas mediante el uso de estereotipos demasiado simplificados”, señala.

“Hay quien compara el roti y las tortillas, sugiriendo que las similitudes entre la comida punyabí y la mexicana fueron la base de las relaciones íntimas que se formaron en las zonas fronterizas. Sin embargo, un examen más detenido de las historias documentadas en expedientes, en memorias o entrevistas de inmigración revela que sus vidas y sus procesos de toma de decisiones fueron mucho más complejos”.

Y esas decisiones tuvieron consecuencias también para sus descendientes, a los que se conoce como half and halves (“mitad y mitades”).

Las punyabíes-mexicanas fueron familias interraciales inmigrantes y de estatus mixto, destaca Dhillon.

Mientras los integrantes de las parejas mexicano-punyabíes no podían naturalizarse y hacerse ciudadanos estadounidenses, sus hijos sí lo eran. “Y las limitaciones socioeconómicas y políticas de sus padres influyeron significativamente en el curso de sus vidas”.

Para cuando los vástagos de esos matrimonios alcanzaron la treintena, hacia mediados de la década de 1940, California se había deshecho de sus leyes antimestizaje.

En 1946 el presidente Harry S. Truman firmó la Ley Luce-Celler, que permitió a los inmigrantes procedentes de India, así como a los filipinos, naturalizarse y convertirse en ciudadanos de EE.UU., con lo que ya pudieron poseer casas y tierras de cultivo.

Al otro lado del mundo, tras más de un siglo de dominio colonial, el Imperio británico le concedió la independencia a India en 1947. El territorio se dividió en la actual India y el nuevo Estado de Pakistán, cuya parte oriental se convirtió años después en Bangladesh. El proceso, conocido como la Partición, desató una ola de violencia que dejó un millón de muertos y 15 millones de desplazados.

En ese contexto, los nuevos inmigrantes procedentes de la región evitaron los matrimonios interraciales y se casaron entre ellos.

Y a medida que las nuevas generaciones se iban asimilando en la sociedad estadounidense, aquella comunidad pionera fue cayendo en el olvido, hasta que investigadoras como Leonard y más recientemente Dhillon la rescataron con sus trabajos.

“Yo honro la riqueza de mi ascendencia”, dice Amelia, sabiéndose historia viva.