#Cultura
“me tomo ese momento para pensar en la inmortalidad del cangrejo”
Ricardo Sandoval / @LuisRSandoval5
luizandcar18@gmail.com
Dan las siete de la mañana y ya estoy con el ojo pelado. Aunque trate de dormir y descansar un rato más, me es imposible una vez me llega la luz de la mañana que atraviesa la ventana. Recostado en cama, jugando juegos en mi celular en lo que me decido a prepárame mi café matutino.
Aunque no tomo el café como se debería, sin azúcar y sumamente cargado, soy más millenial en ese sentido. Lo que si no tomo con azúcar son los tés de manzanilla o el té verde que mis papás compraron antes de quedar enclaustrados. El té vede es mi favorito.
Veo mis opciones para realizar los deberes de la universidad o de la casa, me tomo ese momento para pensar en la inmortalidad del cangrejo. Por estar así, me ha traído problemas y reclamos de mis padres y de una de mis ex novias, pero ese es cuento para otro día porque creen que mi actitud es demasiado relajada; incluso, hubo cierto momento en que creían que me drogaba…
Cuando escucho que prenden la radio y le cambian de estaciones para llegar a Carmen Aristegui, sé que es momento de salir de mi habitación. Tras los saludos matutinos, mi padre es el que se encarga del desayuno, labor que durante toda mi infancia y la de mis hermanos era exclusiva de mi madre.
Después del baño y de regresar a mis juegos en el teléfono, prendo la computadora y es momento de iniciar con mis deberes. A la mitad de ellos y por causas ajenas a mi distracción, mi madre me pide que vaya a la tienda o al súper para comprar algo que necesita.
Tras mil horas y bajo cualquier pretexto para no salir de mi caverna, voy a hacer los mandados que me encargaron desde la mañana. Justo al estar en la calle, con mi cubre bocas (y nariz de paso), veo a toda la gente que sale, no necesariamente a comprar o a trabajar, sino a familias enteras que creen que son vacaciones. Uno de los niños al verme con el rostro cubierto solo me gritó algo que rimaba con virus, desde la comodidad del auto de sus padres, además de contar con el hecho de que podía huir sin que hubiera algún tipo de represalias, que no creo que las hubiera.
Al llegar al súper sigo observando a la gente. Algunos no usan el aparato protector de tela y mucho menos sus hijos y los ancianos que los acompañan. Parece un día de vacaciones. Recorro los pasillos del súper en la eterna búsqueda de más cajitas de té de manzanilla, té negro, té de doce flores, té verde, el que haya disponible. Incluso, del té que venden en botellas de plástico. Me encargaron también algo de fruta, como plátanos y cocos, porque el mercado que se pone cada martes, no lo hizo por primera vez desde hacía mucho tiempo. Encamino mi andar a las cajas para pagar por dichos artículos.
Sigo observando a mi alrededor a los promotores y trabajadores de esa tienda acomodar los productos para que llegue alguien como yo y los desacomode. Supongo que ha de ser algo de venganza por mi antiguo trabajo en uno de esos lugares.
En la larga fila de la caja (donde solo hay una persona), veo que el cajero está detrás de una especie de barrera protectora. Recibe el dinero con guantes de látex azules, los cuales están a nada de reventar. La protección que usa en su cabeza se asemeja a una especie de astronauta. Entrega el cambio a la mano desnuda del comprador. Me quejo mentalmente porque el señor de enfrente no usa guantes. Hago el mismo procedimiento que el señor de hace un momento.
Con mis productos en mano y el cambio en la bolsa, retorno a casa, donde mis padres han de estar preocupados. En la calle veo a una pareja sobre una moto. Ellos usaban la protección recomendada por el gobierno, pero solo una parte de ella: con cubrebocas, pero sin casco, ni mucho menos una chaqueta de cuero, para amortiguar un poco una posible caída. Tienen miedo de morir por el virus que por un accidente.
Una vez llego a salvo (y por sobre todas las cosas, con lo que me encargaron), desinfectan los productos que acabo de adquirir mientras les cuento mis experiencias anteriores en el supermercado. Hago énfasis en que el señor de enfrente no usaba guantes y también en la pareja de motociclistas intrépidos. Al terminar con mi relato, regreso a trabajar a mi cueva de hombre.
Leo, a veces investigo a la antigua por medio de enciclopedias que mi padre nos compró a mis hermanos y a mí cuando éramos chicos. Así hasta que mi madre me manda hablar para comer. Mi padre se encarga del desayuno y mi madre de la comida. Yo lavo los trastes usados, aunque hoy no lo hice.
En la noche, me encomiendo a todos los santos para que mis perros no me rasguñen cuando les doy de comer o juego con ellos. Regreso a la computadora y ahí estoy hasta la una de la mañana, entre deberes escolares y videos graciosos de YouTube, para luego ir a dormir y que se repita mi insomnio.
¡Hasta la próxima!