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El dilema del voto, entre lo racional y lo emocional

#InPerfecciones
Votar es el acto supremo de la democracia, sin embargo, el gran dilema viene a la hora de estar frente a las urnas ¿qué prevalece, la razón o la emoción?

 

 

Alejandro Animas Vargas
animasalejandro@gmail.com

 

El dia en el que la gente sale a votar por un candidato, y especialmente si es para elegir a un presidente, es el momento estelar de la democracia. Nada se le compara a esos minutos en los cuales todos los votantes están en condiciones de igualdad. No hay ricos ni pobres, cumpliéndose así el anhelo de que cada persona es un voto. Sin embargo, la manera en que cada persona define su decisión en las urnas, es muy variada. Habrá quienes lleguen sin conocer a los candidatos, no conozcan las propuestas, o quienes estén involucrados con todos los temas preocupados por elegir al que consideran puede (en esto nunca hay garantías) llegar a ser un mejor gobernante.

 

La democracia es un concepto al cual se le agregan cualquier cantidad de demandas: igualdad y libertad, un estado de derecho, desarrollo económico y social, respeto a los derechos humanos, gobierno de mayorías y respeto a las minorías, etc. Cada época (en esto me refiero a los años posteriores a la década de los 50) y cada país va agregando elementos y demandas de acuerdo a sus circunstancias. Pero básicamente, el consenso es que la democracia debe contener mínimamente una serie de libertades, como la de elegir y poder ser electo, de pensamiento, de información, de asociación. Por otra parte, la democracia también requiere de una comprensión ilustrada. Robert Dahl en La democracia Una guía para los ciudadanos, le llamaba a lo primero una democracia real y a lo segundo, una democracia ideal.

 

Esto nos lleva a uno de los problemas inherentes de la democracia: ¿a quién elegimos? (del cómo elegimos, se encargan los sistemas electorales). Dado que todos los ciudadanos pueden votar, y cualquiera puede postularse a un cargo público, y eventualmente ganar, ¿cómo resolvemos el dilema filosófico de elegir a quien pueda ser mejor gobernante? Para dar respuesta a dicho planteamiento, tenemos dos herramientas, la razón y la emoción. 

 

La primera de ellas nos lleva al territorio de la democracia ideal, donde existe una comprensión ilustrada. Lo anterior significa que todos los votantes, dentro de lo posible, conozcan las propuestas de cada uno de los candidatos, evaluando los puntos a favor y en contra de las propuestas presentadas por ellos, para así decidir al final cuál es la opción que les parezca la más razonable. El problema es que tienen que destinar tiempo y esfuerzo para conseguir, comparar, eliminar y discernir información, debatir e intercambiar opiniones y formarse un juicio propio. Todo esto, adicional a sus actividades diarias, por lo que lo más racional, irónicamente, es que no le dedican tiempo. 

 

La segunda heramienta nos conduce por otro camino. Como lo podemos apreciar en casi cualquier país, una de las consecuencias al abrir las puertas de la competencia a todas las personas, es que se puede postular cualquiera, aunque su vida profesional se haya realizado en ámbitos alejados a los quehaceres de gobierno: cómicos, actores, cantantes, futbolistas, escritores, etc. El balance en cuanto a resultados en general es negativo, y en ocasiones hasta desastrozo, y tenemos casos en los que incluso autócratas o delincuentes ladrones confesos, se presentan a competir electoralmente.

 

Es un gran triunfo de la democracia que cualquiera pueda ser electo, aunque con esto nos alejemos del ideal platónico del rey filósofo, aquel donde el mejor dirigente fue educado durante toda su vida para ejercer el gobierno de manera adecuada. Somos testigos de que la elección se basa más en percepciones que en opiniones; pesa más el sentimiento que genera el candidato que “me cae bien” o “me cae mal”. 

 

Manuel Castells en Comunicación y poder, denominó a la política de nuestra época como “informacional”, donde no existe un mensaje elaborado, sino que el mensaje es el propio político. Es decir, lo importante no es lo que dice o plantea el político, sino el afecto o el rechazo que produce dicho político. Las campañas se basan, en el mejor de los casos en crear simpatía e identidad con el candidato (un millonario inmobiliario como Donald Trump logró convencer a trabajadores mineros que compartían las mismas preocupaciones).

 

En el peor y más frecuente caso, pasamos de candidatos que presentan propuestas de gobierno, a las denuncias de por qué el otro es tan malo. De resaltar las virtudes propias se dio un vuelco hacia privilegiar los defectos del rival. Hasta la “verdad” es irrelevante en el mundo de la posverdad y fake news, donde, como dice Donatella Di Cesare en El complot en el poder, vemos cómo crece sin pudor los que acusan que los males actuales son producto de “fuerzas oscuras” que conspiran contra el pueblo.

 

El dilema de lo racional en contraparte con lo emocional, lo aborda Chantal Mouffe en su reciente libro El poder de los afectos en la política. La autora señala que la derecha se ha apropiado del discurso emocional al explotar los miedos de la sociedad (al migrante, a los virus, al actual modo de vida) y que la izquierda se ha obstinado en mantener una propuesta racional y científica, que le ha impedido captar el respaldo mayoritario, y que es tiempo de volverse emocionales para generar respaldo entre la sociedad.

 

Si analizamos las últimas campañas a nivel nacional o internacional, tal parece que vivimos la era de una democracia “emocional”, donde la clave para ganar elecciones no pasa por la comprensión ilustrada de la que habla Dahl, sino por la habilidad de los candidatos para encontrar y generar los sentimientos adecuados de los votantes, ya sean positivos o negativos. Qué lejos han quedado esos tiempos en que de alguna manera una elección representaba el momento para discutir y debatir acerca de proyectos y propuestas, e incluso, hasta de posturas ideológicas. Quizá algún día, tal y como sucede en la novela de José Saramago, Ensayo sobre la lucidez, todos los electores tengan la comprensión ilustrada como para poner su voto en blanco como protesta ante lo que vemos en las campañas. 

 

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