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EFÍMEROS PENSAMIENTOS

#InPerfecciones
“Así, la finitud de la vida es la promesa del Infinito”

 

 

Pablo Ricardo Rivera Tejeda / @PabloRiveraRT
pricardo.rivera@gmail.com

Hoy, es complicado pensar. Cada vez son menos aquellos momentos en los que podemos saborear y olfatear el aroma de la soledad. El ensordecedor instante de la tranquilidad es cada vez mutilado con más violencia por la aparición de la inmediatez. La paciencia es, a diferencia de tiempos pasados, una mera ilusión agonizante. Es así como, –sin dudarlo–, hemos convertido nuestra esencia en algo físico, mundano y trivial; lo que antes podría ser un manjar para el hombre ahora se ha convertido en su peor pesadilla: ir más allá de lo que con los ojos podemos ver. Pero, ¿cómo abrirlos? ¿Será posible encontrar de nuevo el placer en una tarde lluviosa o en las amargas notas del café?

 

Hace poco tuve la dicha de festejar un cumpleaños más; una nueva primavera que se suma a las anteriores. Sin embargo, al participar de estas celebraciones es común que regresemos al pasado, que pensemos en momentos anteriores, o bien, que esbocemos un futuro más claro al ser mayor su proximidad. En mi caso, el pasado fin de semana quise detenerme –aunque fuera sólo por un momento– a contemplar algunos de los paisajes que mi mente y mi razón habían trazado en el transcurso del año cumplido. De manera cierta, puedo decir que en los últimos meses muchas preguntas han pasado por mi cabeza; desde cuál es mi plan de vida hasta pensar en lo profundo que puede ser un abrazo. Luego, no quisiese que los resultados de este ejercicio se quedarán sólo conmigo, por el contrario, me es una enorme dicha compartirlos contigo, querido lector. Si me conoces, mejor dicho, si me lees, sabrás que no soy una persona a quien le guste recitar odas sobre muchas de las cosas que vivimos en México, mas por esta vez quiero redactar, aunque sea para algunos insignificante, una amorosa carta con algunas de las conjeturas que mi ser ha podido efectuar. Los temas son triviales al igual que las respuestas, pero es ésto lo que gozo: la belleza de lo ordinario.

 

Primero, es inevitable que hable sobre el tiempo. ¿Cuántas veces no hemos problematizado qué implica el presente, el pasado y el futuro? Es curioso ver que en el día a día no tratamos al tiempo como algo que construye nuestra existencia, sino como una simple herramienta o unidad de medida. Pero, ¿de dónde proviene el afán de la medición o el aprecio por lo cuantificable? No lo sabemos. Hace ya demasiados solsticios, Protágoras explicaría que “el hombre es la medida de todas las cosas”. ¿Qué significa eso? Si bien la filosofía no permite responder con el rigor de las ciencias, lo anterior se refiere a que la verdad será para el hombre lo que éste crea correcto, es decir, todo será relativo pues es uno mismo quien modela y construye su existencia. Por tanto, no es impropio pensar que cada persona tiene un particular entendimiento del tiempo, y es que después de analizarlo, todo tiene sentido.

 

Durante mucho tiempo, la humanidad ha buscado explicar el mundo basándose en generalidades, empero, el error de aquello consiste en que el hombre no posee una esencia universal sino que consta de una irrepetible unicidad. En tiempos de la Revolución Industrial, el ser humano no era comprendido como una pieza, antes bien, como un rompecabezas entero. Marx sería crítico de ésto. El afamado filósofo explicaría que uno de los grandes errores de la burguesía era haber convertido al proletariado en uno; todos eran iguales, todos producían. Después, el peligro de entender al mundo y al ser como algo universal se observa en los regímenes más crueles de nuestra historia, por ejemplo, en el nazismo. El movimiento político e ideológico que encabezaría Hitler no era otra cosa más que un insaciable odio por los judíos y un amor enfermizo por la raza “superior”. ¿Dónde se advierte lo universal? Simple, cuando se formula que todos aquellos opositores al “Führer” son en extremo, diabólicos. Es así como podemos llegar a la conclusión, o al menos a un consenso que afirma la existencia de lo subjetivo y lo particular.

 

Ahora bien, retomemos el tema del tiempo. Podemos decir que éste, más allá de ser una medida, es un pilar de nuestra realidad. ¿Qué implica vivir el presente? ¿De verdad podremos recordar lo que en algún momento fue el ahora? Lo cierto es que el hoy, el instante es en demasía, fugaz. Así, podemos encarnar dos respuestas ante lo explicado. Primero, sería normal que la rapidez del tiempo fuera motivo de tristeza o desgano, al final, no podremos vivir más que por unos pocos momentos. No obstante, hay otra respuesta diametralmente opuesta que consiste en extasiarse ante la belleza del ahora. Al saber que no podremos nunca más revivir una experiencia o sentir lo que alguna vez experimentamos, existir se vuelve un constante reto que es llevado con pasión. Si nuestra realidad es una que no se repite y que acontece en un abrir y cerrar de ojos, entonces no podemos hacer otra cosa más que respirar, por breve que sea, el fresco aroma del presente. De esta forma, lo ordinario se vuelve extraordinario pues se advierte irrepetible e inalcanzable; por más cotidiana que sea una puesta de sol, siempre habrá en ella una incomprensible naturaleza. Y es con ello que paso a otro punto.

 

Son inmensas las cosas que no entendemos del todo. Fenómenos o sucesos como el amor, la felicidad, la verdad o la libertad son complejos de explicar, pero aún más, de pensar. En este sentido, he llegado a la conjetura de que hay momentos en los que no debe haber aquel uso de la seductora razón, más bien, debe existir en algunos casos el dominio del sentir. ¿Hoy somos seres que sienten y se asombran por la maravilla de su propia naturaleza? Imaginemos que nos encontramos en un parque. Las personas caminan tranquilamente por los caminos delineados con piedra y hablan con sus acompañantes o toman asiento para comer algo en las bancas. ¿Serán conscientes del momento y de lo que los rodea o sólo serán parte de la monótona rutina? Creo que sucede lo segundo. No hay peor condena que caer en el abismo de la automatización. Cuando perdemos la noción de lo que sucede alrededor, cuando ya no nos sorprende el estar ante kilómetros de verde pastizal, entonces hemos dejado de ser seres humanos. Cuando alejamos el sentir y lo cambiamos por el hacer, nuestra existencia ha quedado presa de lo insignificante. Por tanto, vivir de manera plena implica muchas veces abrir nuestros brazos, bajar las defensas del por qué y sentir sin cuestionar. Cuando tratamos de razonar todo lo que sucede, cuando llegamos a un exceso de frialdad, entonces la cálida flama de lo que no entendemos queda mutilada por el pensar. ¡Carpe diem!, dirían algunos. No cuestionemos el porqué del amor, no indaguemos el qué de la libertad, primero dejémonos asombrar por el sentir para tener al menos una tímida plática con él.

 

Habiendo dicho lo anterior, quiero encaminar dos últimos puntos; el primero, la importancia del amor. Milan Kundera escribiría –en una prosa digna del Olimpo–: “sólo con la ausencia de amor el alma ve con claridad”. A pesar de ser un aforismo bellísimo, no puedo decir que concuerde con el autor. Si bien he hablado sobre el amor en este espacio, creo que nunca he explicado por qué creo que es menester en nuestra existencia. Dice Kundera que el amor es una especie de droga; una especie de morfina que alivia los males de manera momentánea pero que al mismo tiempo nos deja ciegos ante lo que de verdad debemos observar. Si bien creo que el amor es una muestra de entrega y a veces conduce a un idílico escenario, no me parece que sea corrosivo para el alma, por el contrario, opino que es la mayor muestra de libertad que puede realizar el ser. Afirmo lo anterior ya que, a mi juicio, el amor es la mayor muestra entrega y de generosidad. El amor implica la trascendencia del “yo” para la unión con el otro. Del mismo modo, amar es llegar a aquel escenario donde no es necesario usar nuestro imperfecto lenguaje, pues es con la mirada o con el silencio es como mejor se puede decir: “te amo”.  Con todo, el amor es la resulta de un deseo domesticado del hombre que logra vencer su egoísmo y abrazar su elegante debilidad. Mas no me refiero sólo al amor como el motor de una relación romántica, sino como el impulso para crear una sociedad de entrega y servicio a los demás. El amor es, por tanto, la muestra más noble que puede expresar el ser humano. Incluso, cuando el amor no es correspondido, amar implica todavía mayor admiración pues se entrega todo sin esperar nada a cambio. Sacrificarse por una persona, callar lo que sentimos o dejar al otro ser feliz con el sello del abrazo es algo que, por más que se busque mejorar, no podrá ser nunca perfeccionado.

 

Finalmente, a mi mente vino el pensamiento de la muerte y la finitud de la vida, que, a mi juicio, es la promesa del Infinito. Hay una frase preciosa de Teresita de Lisieux que dice: “la vida es un instante entre dos eternidades”, y vaya que lo es. Si nos damos cuenta, lo dicho puede tener un sentido teológico religioso o bien, puede ser una simple expresión poética del valor de la vida, lo cierto es que como lo queramos ver a la existencia la antecede una eternidad de misterio y le sigue una igual.

 

Del mismo modo sólo hay una cosa que podemos dar por cierta en la vida, y es la existencia de la muerte; por tanto, es evidente el fin. Ahora bien, ésto podría hacer de nuestra existencia una especie de prisión en la que sólo se cuentan los días para llegar al destino final, mas la muerte, creo, no debe ser entendida así.  Si bien somos conscientes de nuestro desenlace, éste dota de sentido a nuestra existencia. Sabemos que la estancia en la morada de la vida es corta, los momentos son fugaces y las emociones irrepetibles, pese a eso, la muerte no es más que la orden de vivir con pasión. Si fuésemos inmortales nada tendría sentido, la vida sería repetitiva y el éxtasis de lo único se perdería en la planicie de lo ordinario. Por esto, la muerte no debe ser motivo de temor, al contrario, de curiosidad. Aceptando el significado de la muerte es como podemos olvidarnos del rencor y ver al pasado como una simple historia que nos contamos. ¡Vivamos todo el esplendor del respirar; la alegría del despertar y el entusiasmo por amar! Sólo así, con la existencia de la muerte, el hombre encuentra su sentido.

 

Así es como concluyo unas cuantas meditaciones que no fueron más que producto de mi festejado cuerpo y mi emotivo pensar, sin embargo, me despido con uno de los poemas, escrito por Goethe, que narra de manera indescriptible lo que con pasión te he contado. La obra se intitula “Canción nocturna del caminante”, y fue uno de los últimos escritos del genio alemán, que, en su vejez, entendió el regalo de vivir, pero sobre todo, el obsequio de morir.

 

Sobre todas las cimas

Hay paz;

Entre las frondas

No oirás

Apenas una brisa.

En el bosque enmudece el piar.

¡Aguarda! Pronto

Descansarás igual.

(J.W. Goethe, 1780)

 

¡Un abrazo!

 

#InPerfecto

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