#InPerfecciones
“La monarquía parece un escupitajo a la lucha de tantos, a la libertad y a una congruente realidad.”
Pablo Ricardo Rivera Tejeda / @PabloRiveraRT
pricardo.rivera@gmail.com
El mundo lo supo, el mundo tenía que verlo; la enfermedad de los monarcas había llegado a tal punto que su depravación debía ser aplaudida. El trayecto a la abadía de Westminster sería un paradójico contraste: dentro del carruaje –tirado por caballos de la más fina estirpe– estaba el rey y su esposa; del otro lado, en la mundana calle, aquellos que viven con lo necesario o sin siquiera eso. Pareciera un escupitajo a la lucha de tantos, a la libertad, a una congruente realidad.
Reino Unido es otro de los países que aún conserva, –aunque de manera más mesurada si se toma en cuenta el pasado– un aprecio por la monarquía, o al menos esos piensan aquellos que son coronados. Parece que con una fugacidad incluso mayor a la del tiempo, el recuerdo atroz es borrado de la mente de muchos. Hasta mediados del siglo XVII, la figura del rey creía ser un ente superior digno de disponer de los demás a su antojo. Bajo la premisa de que la “luz divina” era suficiente para justificar el insaciable apetito de poder, se cometieron actos que es mejor no mencionar; hechos que dejan no sólo pesadillas sino lágrimas en el papiro historia.
Imaginemos, aunque sea por un momento, que somos pobladores de las colonias que alguna vez la monarquía inglesa conquistó. Tu familia, tu tierra y tu cultura se serán arrebatados de la mano. De un día a otro ver barcos en la costa es una señal de lo mucho que requerirás para sobrevivir. Con el paso del tiempo, las tropas invaden por completo el territorio al que ya te has acostumbrado. En las noches sólo se escucha el llanto de los niños que se quedan sin madre y sólo un poco después, en minutos que parecen eternidad, las mujeres gritan aterradas por la bestialidad que se ha apoderado de los soldados. Finalmente, la bandera de los invasores se posa sobre el palacio de gobierno. Tu identidad es nula ante la supuesta magnificencia de los reyes; las estatuas y monumentos que tu fe venera, son ahora propiedad de aquel que tuvo la misericordia de dejarte con vida. Sales, abres la puerta que dibuja un Infierno peor que el que Dante describiría, un paisaje más sádico que el que Goya retrataría en aquel cuadro donde el padre devora al hijo, una condena más grande que la que el Destino le habría impuesto a Edipo. A ellos, a los asesinos de tu ascendencia y los verdugos de tu descendencia, les tendrás que rendir tributo cuando sean coronados.
Si bien el ejemplo puede ser anacrónico, no es falso. Ahora bien, sabemos que hablo de la coronación que tuvo lugar este 6 de mayo; el ascenso final de Carlos III. Aún me pregunto, ¿cómo es que las personas, incluso aquellos que viven en países diferentes decidieron ver tal evento? No lo sé, y si bien cada uno es libre de tener una ideología y convicción propia, me parece que atender tal acto de capricho no hace más que denigrar al espectador al mismo nivel de aquellos que buscan la corona.
Todavía recuerdo las imágenes de la transmisión en vivo, aquellas que circularon en redes sociales con la cara de Camila viendo a través de la ventana. El impacto que genera es digno de recordar. Afuera, en las calles de un Reino Unido, se vive un momento difícil en su economía, teniendo los peores números dentro del grupo del G7 y una posible recesión el siguiente año, empero, ésto no es algo de lo que los monarcas se preocupen, siempre ha sido así, mientras tengan su corona y un palacio en donde no perciban el hedor de la multitud, no tendrán queja alguna.
Hace no mucho, días después de que su madre, la Reina Isabel II muriera, el para ese entonces príncipe Carlos mostraba todos sus caprichos: si su pluma no pintaba o le manchaba la palma de la mano, entonces tendría que recurrir con su “resguarda estúpidos” para que el documento a firmar no fuera igual de sucio que su ascendencia. En cada evento de la realeza no hace más que reafirmarse un protocolo fuera de tiempo, una escasez de sentido y una frívola moral.
Muchas de las sociedades más influyentes, países de primer mundo y todo tipo de comunidades modernas buscan el progreso –en la ambigüedad del concepto referido–. Ver hacia el futuro, afirmar que debemos construir un presente sólido para un mañana próspero no es más que una vil ilusión cuando respaldamos no sólo monarcas sino acontecimientos tal como la coronación que le costaron al pueblo inglés alrededor de 125 millones de dólares.
¡Viva el rey!, ¡viva la corona! El grito seguirá, pero al menos, bajo los ojos de aquellos que se muestran ultraderechistas o fanáticos de ir en contra de algunas ideas colectivas, no pueden criticar el desdén de hacia la corona cuando su desdén es el mismo hacia los clásicos dictadores latinoamericanos: Castro, Guevara, Allende… al final, son lo mismo, enfermos por el trono.