Editorial

¿Dónde habita la feminidad?

#InPerfecciones
Mi pelo era importante porque en él depositaba algo mucho más grande que mi confianza y mi autoestima. Era el símbolo y la demostración de mi feminidad.

 

Karla Soledad / @kasoledad
k28soledad@gmail.com

 

He hablado sobre este tema algunas veces en mis redes sociales, pero ya tenía un tiempo que quería dedicarle una columna completa. Al principio pensé nombrarla “5 razones por las que deberías hacerte ese corte de pelo que te aterra”, pero a medida que fui reflexionando sobre mi propia experiencia, me di cuenta que es una temática con un trasfondo y una raíz más profundos. Yo la interioricé al hacerme un cambio de look, pero puede resonar con otros ejemplos relacionados tanto con nuestro físico, como con otros aspectos que componen nuestra vida.

 

Me encanta empezar mis columnas contando una historia personal, pues creo que es a través de la belleza cotidiana de las vivencias diarias que aprendemos y profundizamos en el camino del feminismo. Los libros, las autoras y las teorías nos ayudan a conceptualizar y materializar esas vivencias para aterrizarlas en definiciones que nos permiten identificarlas, reconocerlas, nombrarlas y colectivizarlas. Pero es a partir de nuestras experiencias personales que la teoría cobra sentido y es gracias a las historias de otras mujeres que logramos relacionarnos con esas vivencias compartidas, empatizar entre nosotras y nutrir nuestro proceso de deconstrucción y reconstrucción.

 

Mi historia empieza con una niña de doce años que entró a su primer año de secundaria en una escuela nueva, y con un terror y una inseguridad tremendas que cargó consigo de la misma manera en que cargaba su mochila con cuadernos y plumones todos los días. El miedo y la inseguridad no eran solamente la manifestación relativamente normal que sentimos todas al empezar un nuevo ciclo y conocer nuevas personas, sino que eran expresiones de su verdadero dolor y vergüenza: sentirse fea. 

 

Esa niña era yo, y durante mis tres años de secundaria tuve que lidiar con la persecución cansada de los estándares de belleza que parecían inalcanzables. En otra de mis columnas hablé con más detalle de esta etapa de mi vida y lo duro que es para las mujeres la primera vez en que nos sentimos y nos nombramos feas. Puedes consultarla aquí.

 

No sé si fue la transición de la pubertad a la adolescencia y los cambios hormonales que la acompañan, o mis decisiones para mejorar mi aspecto físico. Lo que sí sé es que la Karla que entró a la secundaria era muy distinta -físicamente distinta- a la Karla que se graduó. Tal vez la planeación de mi fiesta de quince años ayudó, porque aprendí a maquillarme, depilarme las cejas y el bigote, y con tanto ensayo de coreografías para mi fiesta bajé de peso y mi cuerpo finalmente tomó una forma con la que me sentía agusto. Pero lo más importante de toda mi metamorfosis adolescente, fue mi cabello.

 

Toda la vida había llevado mi pelo al largo de mis hombros, o un poquitito más. Usé estilo de honguito como muchas niñas durante el kinder, y después me acostumbré a que mi mamá tomara todas las decisiones sobre su aspecto: su longitud, el shampoo que usaba, mis peinados, los adornos que los complementaban, las fechas de los despuntes, etc.

 

Sin embargo a mis quince años y libre de la dictadura de mi mamá, mi pelo tomó su forma natural: largo, ondulado, grueso, brillante y  manejable. Lo dejé crecer para mi fiesta, y a medida que aprendí a peinarlo también aprendí a sacarle provecho. Así, se volvió mi posesión más valiosa, mi sello personal, mi fuente de confianza y mi atractivo más característico. Mi pelo curó la herida de aquella niña insegura de doce años.

 

Aunque el pelo largo fue mi aliado durante mucho tiempo después de aquella revelación, el año pasado comencé a tener sentimientos encontrados respecto a él. Me di cuenta que más que una fuente de poder, mi cabello se había convertido en una causa de presión y estrés constante. Si, me encantaba mi pelo, pero también tenía que invertir tiempo, esfuerzo y dinero en mantenerlo bonito. Entre el balayage, el corte, la crema para peinar, la crema anti-frizz, la crema humectante, las ampolletas, la plancha y la secadora, llegué a la conclusión de que mi pelo solo me sirvió para disfrazar mis inseguridades, no para terminar con ellas. La vieja herida de creerme fea seguía presente, pero enterrada debajo de tantos productos y tratamientos.

 

Fue difícil enfrentarme a mí misma y reconocer que cuidar mi pelo de la manera en que lo hacía, era cuidar lo que las personas pensaban sobre mí. Controlar mi aspecto era controlar la opinión pública, porque si algo nos ha enseñado el feminismo, es que la apariencia de las mujeres siempre es un tema de escrutinio social y nuestros cuerpos nunca podrán escapar de los comentarios ajenos.

 

Mi pelo era importante porque en él depositaba algo mucho más grande que mi confianza y mi autoestima. Era el símbolo y la demostración de mi feminidad. Todo lo demás podía tener defectos, más aún porque poseo un par de características físicas que nuestra sociedad machista y patriarcal juzga como feas, poco atractivas y masculinas: soy una mujer velluda, con mucho pelo en los brazos, en las cejas, tengo bigote y una voz grave. Pero mi cabello me hacía sentir -y sobre todo verme- femenina. Mi cabello bien cuidado, bonito, pintado y arreglado compensaba los demás “defectos” físicos que seguían causándome inseguridad y desconfianza.

 

Si, me encantaba mi pelo largo, pero también tenía mucho tiempo con la espinita de hacerme un corte chiquito, sin embargo cada que lo pensaba se me atravesaba una razón diferente para no hacerlo: ya no le voy a gustar a mi novio, voy a parecer hombre, ahora sí voy a ser igualita a mis hermanos, se me va a notar más la papada o mejor cuando me vaya de maestría a otro país.

 

¿Te acuerdas que empecé mi columna diciendo que las historias de las mujeres inspiran a otras mujeres? Pues la decisión de cortarme el pelo súper súper chiquito fue porque tomé inspiración en la valentía de algunas amigas que ya lo habían hecho y se veían preciosas y más que nada, contentas y orgullosas de su nuevo look. *Pausa para reconocer y abrazar mucho a Katia, María y Alexia*

 

Cortarme el pelo fue un acto emocionante y amoroso de desapego. Fue una manera de despedirme, agradecer y sorprender a mis versiones del pasado para darle la bienvenida a una versión de mi misma más consciente, libre, arriesgada, desobediente, e imperfecta. 

 

Cortarme el pelo fue darme permiso de divertirme, de hacer algo nuevo y de reclamar mi cuerpo como mi terreno y mi decisión. Fue una decisión para decirme a mí misma que no tengo la necesidad ni la obligación de verme y sentirme bonita todo el tiempo, pues soy mucho más que mi aspecto físico. Fue experimentar con mi expresión de género y perder el miedo y la presión por las críticas externas. Cortarme el pelo fue cuestionar mi concepto de la feminidad para reapropiarme de ella y entender que puedo habitarla como, donde y cuándo yo lo decida.

 

Ilustración de Catalina Tapia

 

#InPerfecta