#InPerfecciones
Con ella podía hacer cualquier cosa, hablar de todo, o no hacer nada. Conocíamos nuestras fases más oscuras y también nuestras mejores versiones.
Karla Soledad / @kasoledad
k28soledad@gmail.com
Hace tres años perdí una de las relaciones más importantes que había tenido en toda mi vida: perdí la amistad de mi mejor amiga. Perder este vínculo fue doloroso por distintas razones, empezando por el hecho de que por un largo tiempo, me costó mucho crear relaciones sanas con otras mujeres. Por muchos años me compré el discurso de que las mujeres son desleales, competitivas, cizañosas y envidiosas. Si bien encontrar una mejor amiga mujer había sido una victoria personal, perderla se sintió como uno de mis peores fracasos.
No crecí precisamente enemistando con las niñas de mi salón. Al contrario, desde pequeña ansiaba una mejor amiga con quien pudiera compartir, jugar y ser cómplices de por vida. Tengo dos hermanos hombres más chicos que yo, y aunque son de mis personas favoritas en el mundo, recuerdo que cuando era niña lo que más deseaba era que mis papás me dieran una hermanita.
Mi mamá siempre fue muy cercana con sus hermanas, supongo que desde ahí fue que empezó mi anhelo. Todas mis tías tienen tres hijos. Y dos de ellas, que son las tías las que siempre convivimos más, tienen dos hijas y un varón. Creo que ver a mis primas tener hermanas pequeñas también sumó a ese deseo de tener una yo también.
Recuerdo que los viernes de ver a mis primas era uno de mis momentos favoritos de la semana, pues pasábamos horas jugando a las Barbies, cocinando galletitas o maquillándonos. Todas eran cosas que no podía hacer los demás días porque regresaba a mi rutina de convivir con dos hermanos hombres. Odiaba cuando llegaba la noche porque significaba que era hora de separarnos.
Entrar a la escuela era mi gran oportunidad de tener una mejor amiga en quien pudiera encontrar todo lo que me faltaba. Así fue que en el kinder encontré a Citlalli, quien sería mi primera mejor amiga durante mis años de primaria, hasta que nuestra amistad terminara por los efectos de lo peor que puede cruzarse en medio de dos niñas: un niño. Así fue que una mañana de recreo Citlalli formó enfrente de mí una fila de todos nuestros amiguitos para que uno por uno, hicieran la señal de “córtalas con las manos”.
A pesar del drama con Citlalli, seguí con mi misión de encontrar a mi mejor amiga. Pasaron los años y los grados escolares, y con ellos una larga lista de mejores amigas, pero ninguna eterna. Ninguna infinita. Ninguna de por vida. En algún punto perdí la esperanza y preferí el camino sencillo: creerme y presumir la idea de que las mujeres y yo no nos llevábamos bien. Fue así que elegí la amistad de los hombres. O bueno… me conformé con ella.
Habiéndome resignado a mi destino, llegué a los 23 años y a mi primer trabajo formal. Ahí la conocí a ella. Tuvimos una conexión espontánea e inmediata, y poco a poco fuimos pasando más y más tiempo juntas. Con ella podía hacer cualquier cosa, hablar de todo, o no hacer nada. Teníamos las charlas más largas y las fiestas más divertidas. Conocíamos nuestras fases más oscuras y también nuestras mejores versiones. Era la persona que mejor me conocía y la persona con quien podía ser completa y plenamente yo misma, sin sentirme chiquita ni temerme demasiado. Nos convertimos en lo que busqué en cada mejor amiga que conocí: nos volvimos inseparables.
Separarnos dolió con el filo de todos los complejos que había cargado a lo largo de mi vida: el temor al rechazo, la sospecha de sentirme desechable y el sentimiento de culpa de provocar mis tragedias. Dolió con la vergüenza de aceptar que nunca encontraría a la amiga que buscaba, pues en su abandono también estaba el de todas las mejores amigas que se marcharon. En mi pérdida la lloré a ella, y a todas las demás.
Su partida dolió aún más porque no fue una decisión conjunta, sino unilateral. Ella lo decidió. Perder su amistad fue perder el control, entender que no podía cambiar lo que pasó, ni podía hacerla cambiar de opinión a ella. No había nada que yo pudiera hacer para convencerla de quedarse. Tenía que aceptar su decisión sin que yo estuviera de acuerdo. Perderla era entender que mi vida como la conocía se había terminado. Dejarla ir no solo significaba verla marcharse, sino entender que ahora yo debía caminar hacia el lado contrario.
A nuestra separación le siguió un periodo de rabia y de enemistarme con el mundo. Vino también un lapso de resentimiento en el que me dediqué a desear que la atropellara un camión, y hablar mal de ella con los demás. Después le siguió una época de menospreciar lo que vivimos juntas y menospreciarla a ella como persona; me dije a mí misma que no merecía mi amistad, que yo era demasiado buena para ella, y que el tiempo que pasamos juntas fue un desperdicio de vida.
Lo que no vi venir después de ese torbellino de coraje, resentimiento y sed de venganza fue un sentimiento de profunda tristeza y resignación. Al fin me cayó el veinte de que nuestra amistad se había terminado, que ella ya no estaba y no volveríamos a ser amigas de nuevo.
El tiempo, el duelo y la introspección me trajeron de vuelta la calma y me ayudaron a reconciliarme conmigo misma y a hacer las paces con ella. No en la realidad, sino en el lugar donde su recuerdo habitaba: en mi corazón y en mi mente. En algún punto entendí que recordarla con rencor era más doloroso que haber perdido su amistad, y por eso perdonarla era volver a encontrarle un cajón en mi cabeza; un cajón nuevo y limpio donde solo cupiera cariño y agradecimiento.
Querida mejor amiga: guardas en mi corazón un lugar especial y tienes en mis recuerdos una sonrisa para siempre. En mis pensamientos te deseo el bien y en mi memoria atesoro nuestro pasado. Agradezco la magia del camino que compartimos y me quedo solo con las lecciones que aprendí de tí. Querida mejor amiga: te amo, te perdono, y te dejo ir.
Ilustración de Cely Huús