#InPerfecciones
“Para la mujer avanza siempre hay una sensación de pérdida que acompaña el cambio” – Betty Friedan
Alejandra Rivero / @a.n.dra._
alejandra.rivero@inperfecto.com.mx
Nos encontramos aquí: viviendo la dicotomía entre la buena y la mala, la santa y la puta, la tierna y la fría, aquella que puede ser la novia y la morra con la que te quitas las ganas, la mejor amiga, la niña de casa, la obediente, la sumisa, la rebelde, la mala influencia, la amiga con derechos, la callada, extrovertida, la que domina, la sabrosa, la linda, la buena novia, la morra de los plumones, la costrosa del salón.
Nos encerramos acá: entre ser alguna de esas, en estudiar cada una de sus conductas minuciosamente, las aprendemos hasta convertimos en ellas, en alguna de tantas que nos haga visibles en un mundo denominado como masculino. Aprehendimos a vernos desde el otro, desde el morro que apunta y señala cuan bellos son nuestros rostros, que tan delicadas o voluptuosas son nuestras caderas, justificándose con biología, nos miran de arriba abajo, examinan su hay curvas donde estrictamente deben encontrar alguna.
Incorporamos un papel, somos actrices de nacimiento, lo único que justifica la biología como nuestro es el papel fundamental de ser consideradas importantes por dar a luz, el valor femenino se resumió a un factor biológico y ser mujer se volvió un sinónimo de emociones, inferioridad, la atrocidad en el mundo, un cuerpo excesivamente sexualizando, un decreto a la belleza; nos hemos tragado tanto la estúpida idea de ser alguna de las mujeres en las que nuestros cuerpos y complejos puedan encajar en el menú masculino.
Me descubrí leyendo sobre el malestar que no tiene nombre; aquel que deja el sentimiento vacío sobre como debería de verme, que debería usar, si es muy corto o muy escotado, si mi piel se ve lisa o tersa, si mis ojos o mi cabello son lo suficientemente bellos para atraer la mirada masculina que aprendí que era necesario atraer. Que los insultos era halagos, el acoso era un halago, que ser sexualizada era necesario y era un halago, al final gobernaba la sensación de aquel malestar sin nombre; una tristeza embriagante, asfixiante, tan dolorosa y tan constante.
La mística mujer; construida para estar en casa, lavar, planchar, barrer, cocinar, bailar con cadencia y decencia, la mujer que se desea, pero que es difícil, la que no grita, la que habla solo cuando se le ordena, la mujer suave y recatada; la que aprendimos a ser, aunque los roles no sea similares a los que se vivían en los escenarios de posguerra, la mujer promesa, aquella que con un hogar, estabilidad económica, hijos y un esposo iba a encontrar la felicidad.
Voz, identidad y faltas; amor y necesidades, me despojo, trato de encontrar un hogar en mí, encontrar respuestas en la experiencia ¿Dónde quedo la mística? En males que no tiene nombre, no consta solo de uno: se disuelve entre roles y carencias, creencias y mitos, sobre quien debo ser y como debo verme. Identificarme con un cuerpo fuera de la mística contemporánea, fuera de mí, limitarme a cumplir ¿Cómo debo aprender a alzar la voz? Si vivo en la dicotomía eterna bajo ser emocional o racional, débil o fuerte, verme linda o sexy, porque siento que el cuerpo no me pertenece, soy de otros ojos, ajena, impotente de no pertenecerme, no logro verme.