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El tema de la conciencia global es un paradigma emergente que ha ido abriéndose camino en las mentes occidentales en el transcurso de las últimas décadas del siglo XX.
Javier Vilar y Herminia Gisbert, fundadores de la escuela de sabiduría práctica Sophia
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El paradigma orgánico y la Sabiduría tradicional
El tema de la conciencia global es un paradigma emergente que ha ido abriéndose camino en las mentes occidentales en el transcurso de las últimas décadas del siglo XX. Términos como «aldea global», «conciencia planetaria», «pensamiento holístico» o «globalización», suenan cada vez con más fuerza en el mundo actual, unas veces asociados a la nueva física, otras a la ecología y a veces también a la biología, la sociología, la psicología transpersonal, la filosofía e incluso a la economía de ámbito mundial. Sin embargo, ni la conciencia global ni el pensamiento holístico son realmente nuevos en la historia del pensamiento humano, aunque actualmente estén cada vez más de moda, pues lo cierto es que desde que el hombre habita sobre la faz de la tierra ha buscado desvelar y comprender los grandes misterios del universo y de su propia existencia. En su búsqueda y observación de la Naturaleza, el hombre de las sociedades tradicionales y las civilizaciones antiguas ha concebido el Universo como un inmenso ser vivo, un gran «macro-bios» compuesto por infinita multitud de «micro-bios» o pequeñas vidas que integran la totalidad del conjunto.
Desde la más remota antigüedad, mientras imperó una visión sacralizada de la vida y el hombre, el paradigma vigente fue siempre el orgánico y no el mecanicista, que es el que se impuso a partir de la revolución científica encabezada por Bacon, Descartes y Newton. El paradigma orgánico del que nos hablan los textos y tradiciones tanto de Oriente como de Occidente, concebía el Universo como un gran organismo vivo, cuyas partes integrantes, desde las más grandes hasta las más pequeñas, se hallan ligadas entre sí a través de una misteriosa red de relaciones vitales que hace que sean totalmente interdependientes. Así, al hilo sutil que marcan las notas de esa partitura invisible que es la «red cósmica», todos los seres y criaturas del Universo viven, actúan y evolucionan al compás de una misma melodía en la gran danza cósmica de la vida.
Al igual que ocurre con el cuerpo humano, dentro de ese macro-organismo vivo que es el Cosmos todas y cada una de sus partes integrantes tienen un campo de acción específico y cumplen una función concreta, acorde a su propia naturaleza intrínseca, pero todas son mutuamente interdependientes, de forma que ninguna de ellas podría vivir aislada de las demás, ni separada del organismo del que forman parte, de la misma manera que ningún miembro, célula u órgano vital de nuestro cuerpo podría vivir ni tendría razón de ser fuera de él. Esto enmarca por otra parte un importante principio de solidaridad que se ve claramente reflejado en todos los organismos vivos, pues no cabe duda que la salud del conjunto depende de que cada una de sus partes cumplan bien con aquella función que es inherente a su propia naturaleza, ya que de no ser así basta que un solo órgano funcione mal para que sobrevenga la enfermedad; y si no se arregla a tiempo, la muerte de todo el organismo.
Así pues, desde el punto de vista de las leyes orgánicas, orden y equilibrio equivalen a salud y bienestar, mientras que desorden, disfunción o desarreglo equivalen a malestar o enfermedad. Ahora bien, si ampliamos este mismo principio a nivel planetario, tendríamos que hablar entonces de la salud y el equilibrio vital de la Tierra, contemplada como un gran organismo vivo que es precisamente como la estudia la joven ciencia de la Ecología. Por otra parte, si estas mismas leyes orgánicas las proyectamos a la escala de lo social, veremos que toda sociedad humana, tanto a nivel local o provincial como a nivel nacional o federal, es como un gran organismo vivo en el que las instituciones públicas y las leyes orgánicas del estado cumplen la misma función que los órganos vitales del cuerpo y las leyes orgánicas que lo rigen. De esta forma, queda claro que dentro de ese macro-organismo humano que es la sociedad, los conceptos de orden, armonía y equilibrio vital se traducirían como orden jurídico, justicia y concordia social, que son precisamente los que definen si una sociedad goza de bienestar y prosperidad, o por el contrario está enferma a causa de sus propios desórdenes y desarreglos funcionales.
Por último, si este mismo modelo orgánico lo contemplamos a escala cósmica, que es como lo concebían los sabios de la Antigüedad, aparece entonces el cosmos como un gran organismo viviente cuyos nidos de estrellas y galaxias, constelaciones, sistemas solares y planetas, hacen las veces de órganos, células, moléculas, átomos y partículas subatómicas. Un inmenso ser vivo cuyo cuerpo es el Universo mismo y cuyo espíritu es aquello que los hombres han llamado siempre Dios, aunque sea añadiéndole infinitos apellidos y sobrenombres particulares.
Como todo ser vivo, el Cosmos nace, crece, se desarrolla, envejece y muere, y como ocurre también en nuestro propio cuerpo, cada una de sus células contiene en sí misma toda la información biológica del organismo al que pertenece. Eso significa que en cada una de sus partes, incluso en la más pequeña de ellas, se hallan contenidos todas las leyes, principios y fuerzas que rigen la totalidad del cosmos. Por eso los sabios del antiguo Egipto enseñaban que «como es arriba es abajo, y así es abajo como es arriba», mostrando con ello que no sólo que la Tierra es «un espejo del cielo», sino que el hombre es en sí mismo un pequeño microcosmos a imagen y semejanza del gran macrocosmos, y por tanto, todas las leyes y fuerzas del Universo se hallan presentes también en cada individuo.
Ahora bien, si aplicamos este principio no sólo al ámbito de las realidades materiales, sino también en el plano de las energías psíquicas, mentales y espirituales, la cosa se pone más interesante todavía. Desde un punto de vista psíquico sabemos perfectamente que el hombre no es el único ser capaz de experimentar «vida emocional», ya que los animales también pueden sentir, aunque de forma menos consciente, toda una rica y variada gama de instintos, sensaciones y emociones, tales como el miedo, la agresividad, el deseo, la alegría, la tristeza, el instinto posesivo, el placer o el dolor, etc. Esto significa que ellos también sienten de una u otra manera no sólo su propia existencia como seres vivos, sino también la de los demás seres con los que se relacionan y conviven, como saben muy bien todos aquellos que tienen animales domésticos y han convivido con ellos.
Por otro lado, si del reino animal descendemos al reino de la vida vegetal, vemos que las plantas también sienten a su manera la vida que fluye a través de ellas. Los experimentos realizados aplicándoles determinados aparatos ultrasensibles de alta tecnología capaces de medir sus reacciones sensibles ante determinados estímulos externos, y su respuesta sensorial con respecto a los demás seres vivos de su entorno, especialmente con los seres humanos, han arrojado resultados verdaderamente sorprendentes al respecto. Demuestran que las plantas experimentan cierto tipo de sensaciones y emociones primarias, que podríamos traducir como agrado y desagrado, placer y dolor, alegría y tristeza, miedo y deseo, e incluso lo más parecido a lo que podríamos llamar lealtad o afecto hacia sus dueños. Por eso, todos los que están familiarizados con el cuidado de las plantas saben muy bien que reaccionan a nuestra voz, a nuestros pensamientos y nuestras emociones, «solidarizándose», por decirlo de alguna manera, con nosotros y nuestro estado de ánimo.
Finalmente, con respecto al reino mineral, los sabios antiguos pensaban que las rocas, los metales, las montañas, los ríos, los bosques, las fuentes y los mares eran también «seres vivos» y no cosas inertes, como declaró después la ciencia moderna. Por este motivo les ponían nombres, otorgándoles así identidad, voluntad y personalidad propias, pues no cabe duda que para el hombre de las culturas tradicionales la Tierra era la «gran Madre de vida», y todas las criaturas que conviven en y con ella, son seres vivientes capaces de experimentar el latido vital de la existencia dentro y fuera de sí mismos. Por eso todos compartimos la primera ley fundamental de la Vida, que es el instinto de supervivencia.
Sin embargo, la cosa no acaba aquí, pues siguiendo el hilo del pensamiento holístico y orgánico, que nos dice que «el todo se refleja en cada una de sus partes», vemos que al aplicar esta ley en el plano de las realidades mentales, podemos obtener conclusiones muy interesantes. Los sabios antiguos pensaban que si la mente humana es capaz de conocer, comprender y concebir el Universo, es porque es de la misma naturaleza e idéntica constitución a la mente que lo había ideado y concebido. De hecho, todas las tradiciones de Oriente y Occidente nos dicen que ese gran orden cósmico que mantiene en armonía el ritmo de las estaciones, las órbitas de los planetas y el movimiento cíclico de los soles y las galaxias, habría sido diseñado y concebido por la «gran mente cósmica», pues detrás de todo orden inteligente, decían, subyace siempre una inteligencia ordenadora, como detrás de toda ley hay siempre un legislador.
Esta «armonía universal» a la que los egipcios llamaba «Maat», los hindúes «Dharma» y los chinos el «Tao», no era por tanto consecuencia del azar o de la casualidad, sino de la «divina inteligencia» que dimana de la «Mente cósmica». Por eso, en todas las tradiciones iniciáticas se enseñaba al discípulo de la Sabiduría que en la conciencia subyacen escondidas todas las claves que permiten al hombre desvelar y comprender los grandes misterios del Universo.